Mi hijo: un hombre hasta el fin
El pasado 5 de mayo murió Carlos Fuentes Lemus, hijo del escritor mexicano. Su padre evoca la difícil existencia de este joven artista, marcada por la enfermedad
"Fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto le angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad"."Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca...".
Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía. Pensaba en mi hijo Carlos Fuentes Lemus, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar, cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja en Virginia, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le falfaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los EEUU. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico.
Carlos tuvo una infancia de dolores pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A 1os cinco años de edad, ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India, sus maestros en la escuela primaria a la que Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel enseguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro... Luego, en un notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés Utamaru. Éste era su acervo pictórico.
La imagen empezó a ocupar el centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, enseguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematografía fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios, gustativos... Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y de1 oído que era para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituye un singular archivo de la importancia del rey del rock.
Como a muchos padres que nos quedamos en Agustín Lara y Ella Fitzgerald, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios, la poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, 1as novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietszche... Me di cuenta de que en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto; la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello.
Carlos, desde los lechos de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones mentales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo "milagro". Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa.
Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir "el cuerpo me duele" y "el cuerpo duele". Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elame Scarry en su gran libro El cuerpo adolorido. Mi hijo Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. "¿Viviré mañana?", se pregunta Carlos en uno de sus poemas.
"¿Viviré mañana? No lo sé decir. / Pero no me iré sin resistir. / Esta recámara es mi núcleo. / Pensar bajo las cobijas es mi fuga, / con los ojos cerrados, / para escuchar mi miedo escondido en el silencio, / mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal. / Sea bienvenido el misterio, / pero mi reacción, desconocida también, / también por ello me aterra. / Entonces mi temor no tiene tiempo / de pensar su terror/ y la belleza me embarga toda entera. / No existe lo predecible. / Y éste es el temor mayor./ Quiero verte / en la misma posición, sacudida en llanto, / despojada por una semana más / de tus débiles apoyos. / "Cada hombre mata lo que más quiere". / Cada mujer se dejará amar hasta la muerte. / ¿Cuál es el amor hasta la muerte? / ¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?".
Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Dean, Gaudier-Brezka... No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos. Alguna vez le hable de su tío desaparecido, Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los 21 años de edad. Como Carlos mi hijo, Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Xalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los 25 años y otro de mi tío muerto a los 21 años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914: "Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso... / Me acobarda la noche / porque entonces mi vida se yergue en un reproche, / me mira gravemente y me muestra después / el fantasma tremendo, la terrible vejez".
Ninguno de los dos Carlos llegó a la "terrible vejez", pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, padres de Carlos Fuentes Lemus, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo, Tola Miranda y René Creel a su hija Sofía, Isabel Allende a la suya, Paula; al dolor de Nina Zambrano y el de los artistas Ben Yakober y Yanick Vu, cuya joven hija pereció en la hermosa isla de Mallorca donde Carlos dejó su obra pictórica inicial al cuidado de un gran artista y amigo, Ramón Canet. Recordamos sobre todo a Ana María Icaza y a Ramón Xirau, cuyo hijo, otro joven talentoso y de gran promesa, Joaquín, murió a los 27 años, igual que mi hijo Carlos, un 5 de mayo. Y el otro Carlos, Carlos Fuentes Boettiger, murió también un día de mayo, en 1916... Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante... Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia, desde Puerto Vallarta, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo, contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros, decirles que estaba contento, fuerte, lleno de creatividad, enamorado de su novia Ivette. A la mañana siguiente caería fulminado por un infarto pulmonar.
Mi esposa Silvia y yo queremos agradecer todas las demostraciones de cariño y comprensión que hemos recibido en estos días, sobre todo de amigos que conocieron y apreciaron a Carlos. Destaco, entre ellas, algunas que dan fe del talento y creatividad de mi hijo. Una es del escritor español Julián Ríos: "Un artista como vuestro hijo está vivo en lo que creó. Los que tuvimos el privilegio de conocer a Carlos debemos contribuir a que sus talentos brillen en su ausencia".
Otro testimonio es el de otro gran escritor y amigo, Juan Goytisolo: "Quería a Carlitos como a alguien de mi familia. En Berlín, en Marraquech, pude apreciar su inteligencia y sensibilidad admirables. Era un poeta: la obra que me mostró lo prueba sin lugar a dudas. Resultaba imposible estar con él sin sentir la necesidad de cuidarle y protegerlo del mundo".
Lo mismo dirían, seguramente, Héctor Aguilar Camín, que a veces debió servirle a Carlos de padre iniciático, y José María Pérez Gay, con quien mi hijo pasó una de sus últimas veladas discutiendo a Nietszche. "Viví cerca de Carlos en Buenos Aires, el año pasado", me escribe Juan Cruz, "y pude tener el privilegio de disfrutar de la calidad íntima de su creatividad...".
Pero acaso la última palabra le corresponda a nuestra entrañable amiga Carmen Balcells, porque ella entendió mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo: "Pienso sobre todo en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud. Recuerdo perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue posible...".
Los exorcismos de la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón. En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura Díaz:
"Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia... Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí? No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin".
Babelia
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