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Déficit de autoridad

Andrés Ortega

La dimisión de la Comisión Europea ha puesto de relieve un problema de fondo que aqueja a la UE en todas sus dimensiones: el déficit de autoridad. Viene de lejos. En la resaca del primer rechazo del pueblo danés al Tratado de Maastricht y de su aprobación por los pelos en referéndum en Francia, muchos fueron los Gobiernos que buscaron en la Comisión un chivo expiatorio de aquel malestar que tenía sobre todo que ver con la crisis económica. Se prometieron: ¡nunca más un presidente como Delors! (que a su propia personalidad añadía el respaldo de un país como Francia). Y así encontraron al luxemburgués Santer. Menos era difícil. Tras el tole de los últimos días, la decisión vuelve a los Gobiernos y, en parte, al Parlamento Europeo, no sólo por la persona que elijan para sucederle, sino también por los medios que se le otorguen para desempeñar su función.La Comisión de Santer nació, pues, políticamente muerta por voluntad del Consejo Europeo, a la vez que, sin embargo, se le fue pidiendo más, y numerosos eran los Gobiernos que se escudaban tras ella para decisiones impopulares: "Lo impone Bruselas", como si ellos no fueran también Bruselas. Hay una desproporción entre lo que ha puesto de relieve el informe -la de por sí grave "pérdida de control por las autoridades políticas sobre la Administración que se suponía gestionaban"; es decir, la crisis de autoridad- y la dimisión en bloque. Es paradójico que la Comisión haya caído ahora, y no, por ejemplo, a causa de su polémica mala gestión del asunto de las vacas locas, que afectaba a vidas humanas.

Santer es, ante todo, responsable de haber permitido que la Comisión se poblara de reinos de taifas y, sobre todo, de haber asumido, sin rebelarse, ese papel disminuido que se le ofreció. Durante algún tiempo no se notó demasiado esta falta de autoridad de la Comisión, pues se veía compensada por, entre otros, una Alemania gobernada por un Kohl que apostó mucho por Europa. Hoy, a la falta de autoridad de la Comisión se une el hecho de que ninguno de los dirigentes nacionales tiene una autoridad suficiente en materia europea. Blair lucha por ella, pero infructuosamente mientras no logre que su país entre en el euro. En cuanto a Schröder, por ser el canciller del país central de la UE, podría aspirar a tal posición. Hasta ahora no ha podido o no ha querido. Aún está a tiempo.

Internamente, en la UE, el equilibrio institucional está cambiando y habrá de rediseñarse. No va a bastar una simple modificación en el número de comisarios o en los votos y su ponderación en el Consejo de Ministros. La reforma institucional va a tener que ir mucho más lejos, pero antes habrá que reflexionar sobre lo que se quiere que haga la UE. En todo caso, estas instituciones no sólo fueron pensadas para seis países, sino para hacer pocas cosas. Ahora tienen que funcionar con 15 Estados miembros y ocuparse de casi todo. Muchos ven en la derrota de la Comisión un nuevo reequilibrio de poder a favor del Parlamento Europeo. Pero no hay que pasar por alto que ha sido un comité independiente, no una comisión parlamentaria de investigación, el que ha acabado con este colegio de comisarios. Y si bien el Tratado de Amsterdam otorga a la Eurocámara más poderes, la autoridad habrá de ganársela.

La Comisión, cuya invención es uno de los secretos del éxito de la construcción europea, va a seguir siendo central, siempre que recupere su carácter supranacional, pues en los últimos tiempos, consecuencia de su debilidad institucional, se había convertido en buena parte en una instancia en la que, con poco disimulo, los Gobiernos dirimían algunas de sus diferencias. Y si las instituciones de la UE, y no sólo la Comisión, requieren un impulso democrático, más democracia no pasa necesariamente por reforzar sobremanera los poderes del Parlamento Europeo, sobre todo si es a costa de esa instancia básica de la democracia en Europa que son los Parlamentos nacionales. Cuidado al vaciar la bañera, no se vaya a ir el niño por el desagüe.

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