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Una definición de almaRAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

Apenas encontraríamos una palabra cuya frecuencia de uso, a menudo apasionado y no pocas veces en el curso de tensos debates, sea tan inversamente proporcional al acuerdo sobre su significado como la palabra alma. Estamos acostumbrados a la utilización de otros muchos términos grandiosos, solemnes, huecos -según el rango del interlocutor, o según lo que queramos decir u oír en un determinado momento-, pero pocos, como alma, han reunido a su alrededor en tan alto grado el prestigio y la desfachatez, dando lugar a palacios espirituales construidos sobre arenas movedizas, a declaraciones memorables, a dogmas sangrientos. Por eso me alegró dar, hace unos días, con una breve definición de alma suficientemente modesta como para evitar el bochorno de expresarla, pero al mismo tiempo suficientemente clara para poder ser entendida y, quizá, compartida. Fue durante un encuentro, convocado en el Museo de la Ciencia de Barcelona, en el que se habló de la posible creación de un hombre artificial, así como de las consecuencias de un desafío semejante. Junto a las informaciones científicas sobre los últimos descubrimientos pronto surgieron, como no podía ser de otro modo, las evocaciones de los grandes mitos recogidos en la historia de la literatura. A este respecto hay pocos paralelismos tan fascinantes como el que podemos establecer entre los mitos antiguos y las modernas propuestas de la ciencia: la teoría del big-bang, por poner un ejemplo central, aparece misteriosamente enroscada entre los versos de la Teogonía de Hesíodo que explican la formación del cosmos desde el caos. A menudo la ciencia, si bien con un lenguaje radicalmente distinto, parece proporcionar nuevas máscaras a los rostros ya entrevistos por el mito. No es, pues, de extrañar que la discusión médica y científica sobre la eventualidad de un hombre artificial conduzca a una rememoración literaria que, en nuestro siglo, es también cinematográfica: desde los replicantes de Blade Runner, se retrocede fácilmente a la isla del Doctor Moreau, el monstruo del Doctor Frankenstein o a la criatura cabalística, el Golem, tan magníficamente revivida en la novela de Gustav Meyring. Al fondo del escenario siempre asoma la silueta de Fausto, y más al fondo, facilitando toda la representación, la de Prometeo, tan gigantesca que se proyecta sobre toda nuestra cultura. El problema filosófico, y también ético, que sobrevuela la ciencia contemporánea se halla planteado desde hace largo tiempo, remitiéndose, medularmente, a la interrogación sobre los límites del conocimiento. Tras los enciclopedistas, que subvirtieron la lectura del mundo, sustituyendo la jerarquía vertical por un orden horizontal en el que dios aparecía después de azar, muchos tratarán de dar respuesta a esta interrogación. A finales del siglo XVIII y principios del XIX la principal metáfora que resumía el problema era el velo de Isis, que protegía el acceso a los conocimientos últimos. Algunos, como Schiller, eran partidarios de no rasgarlo, impidiendo así que el hombre se precipitara en lo que prometía ser un pozo sin fondo. Muchos, sin embargo, excitados por el ambiente propicio del Sturm und Drang, eran partidarios de emprender la carrera con todas sus consecuencias. Sólo con este decorado se entiende el tono exaltado del joven Goethe, que exige en su poema Prometheus la emancipación del hombre con respecto a Dios y, con posterioridad, el magnetismo de este poema sobre la imaginación de aquella Mary Shelley que se disponía a escribir su Frankenstein. Pero probablemente, en un sentido más amplio, debamos retroceder mucho más y situarnos en el interior mismo del mito de Prometeo. Si éste hubiera robado tan sólo el fuego de la transformación técnica al alcance del mito se reduciría, asimismo, a nuestra capacidad de progresión civilizatoria. No obstante, Prometeo robó otro fuego que incitaba a los hombres a igualarse con los dioses. A partir de este impulso los hombres se lanzan a emular aquello que es específico y propio de los dioses: la inmortalidad. Nuestra seducción por los avances científicos en el terreno de la genética, de la biología, de la medicina, no es sólo la consecuencia de nuestra aversión a la enfermedad y nuestra lucha contra la muerte, sino también un episodio más del impulso prometeico de inmortalidad, otro capítulo de la gran representación surcada de criaturas alquímicas, de golems, de frankensteins, de replicantes. Cuando hablamos de estos temas, con entusiasmo o con miedo, cuando discutimos acerca del hombre "puramente químico", del hombre "artificial", de las ensoñaciones contemporáneas sobre la ingeniería genética, antes o después, con angustia o con sorna, acabamos hablando del alma, la vieja palabra solemne que parece guardada en el polvoriento desván de las metafísicas. Naturalmente podemos prescindir de ella. Pero quizá podamos todavía llenarla de un significado que explique las sombras de la angustia que han rodeado, y siguen rodeando, nuestros sueños de inmortalidad. Para ello debemos acudir de nuevo a la historia de Prometeo y advertir la otra diferencia de los hombres con los dioses: éstos no preguntan -no se preguntan- porque, desde su plenitud, no necesitan preguntar. Nosotros sí, y esto es lo que define, más que cualquier otra cosa, la condición humana, su grandeza y su tragedia. En consecuencia, más allá de la transformación técnica, la pervivencia de lo humano estriba en la necesidad, capacidad y placer de preguntar. Si llegamos a concebir a un hombre que es tan perfecto, tan feliz -o tan indiferente, tan apático- que no interrogue, estamos concibiendo algo que ya no es un hombre. Mientras lo sea, natural o artificial, el hombre manifestará sus dudas, sospechas y deseos en la interrogación, como lo hacen la criatura del Doctor Frankenstein o Roy, el replicante de Blade Runner, colocados, finalmente, en la misma sala de espejos en la que estamos nosotros. El alma, si se puede hablar de ella, son las preguntas.

Enric Argullol es escritor y filósofo.

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