En el Alcázar
Reconstrucción, ruina, reconstrucción, ruina... Historia. Mil setecientos años: romanos, visigodos, musulmanes, judíos, cristianos. Armas y letras. Todo en torno a estos muros de piedra. Piedras que nos cubren y nos soportan generación tras generación. Nos sobreviven y están a nuestra merced para desordenarlas, quemarlas, volverlas a ordenar. A merced de la voluntad del hombre y más allá de ella. Reflejan afectos y desafectos, pasiones encontradas y convivencia tolerante. El peligro de que lo inmediato oculte lo pasado remoto, como una foto sin profundidad de campo, está siendo conjurado hoy, con esta biblioteca, con incunables al rescate de la memoria. Los incunables conviven en paz con las piezas de artillería del imperio. Que nadie se inquiete.
Me gusta Toledo. La he visto más veces desde el aire que desde abajo, con la perspectiva de intrincadas callejuelas plenas de memoria colectiva, o de olvido. El Alcázar, imponente, estorba la mirada al conjunto de casas arremolinadas en torno a la colina, abrazadas por el Tajo, más que cercadas por la muralla. Hasta la catedral parece humilde junto a la impresionante mole de este castillo, como si, por una vez, el poder temporal se hubiera impuesto al poder espiritual en las viejas ciudades castellanas.
Desde un alto balcón contemplo la perspectiva serena de la ciudad, con su increíble juego de tejados, rota sólo por una nota discordante de modernidad en medio de un sueño de siglos: una azotea invadida por sillas de plástico de colores chillones, a la espera de la estridencia musical de la noche. No será el órgano de la catedral que uno espera, sino la heterodoxia de la guitarra eléctrica.
Nuestra memoria colectiva, corta y dolorosa, se detiene en los episodios más recientes. La guerra civil, el asedio, el dolor del desgarramiento de una lucha entre hermanos. Los libros devuelven la historia multisecular de este entorno. Toledo está lleno de turistas extasiados, asombrados los más cultos por la presencia viva de la historia. Añoranza de judíos y musulmanes. Toledo historia y Toledo símbolo de convivencia entre las culturas, las religiones del libro. Toledo representación de la primera escuela de traductores, gran corriente cultural, única en la época, que agrupó a gentes de todas las procedencias. Imperial y abandonada, lo ha sido todo, tal vez lo sea todo, aunque no sepamos verlo.
Símbolo de lo que somos, nosotros, contingentes criaturas convocadas aquí para un acto inaugural que nos desborda, nos trasciende, porque más que inauguración es recuperación, más que innovación es demostración de lo poco que significamos con nuestras pequeñas disputas, ante el peso milenario de letras, armas, piedras y el Tajo, seguimos peleando identidades.
Tomé la palabra tras Leopoldo Calvo Sotelo, recordando a Adolfo Suárez, los tres que formamos la triada de presidentes de Gobierno cubriendo un instante de la historia que nos contempla: 20 años. Lo que llamamos la transición, hoy tal vez primera transición, porque siempre se transita, sólo permanece la piedra. Estamos, una vez más, perdidos en la búsqueda de una identidad que no queremos ver, aunque la tengamos ante nuestros ojos.
No sabemos si hemos presidido una vieja Nación, a veces imperio, o una comunidad de afectos y desafectos sin mayor significación. Corremos el riesgo de devenir apátridas, incapaces de señalar el casillero del pasaporte en que figura la nacionalidad. Experimentamos una especie de inversión térmica constitucional. Lo que definíamos nacionalidad, deviene Nación; el resto, que creíamos Nación, deviene nacionalidad a los solos efectos de rellenar ese hueco en nuestro pasaporte.
Vanidad o vacuidad, haber recorrido el mundo, buena parte del que fuera territorio ligado a España, hoy naciones soberanas y fraternas, creyendo representar a la vieja Nación española, recogida sobre sí misma en sus fronteras de hace cinco siglos, pero deseosa de abrirse al mundo, eliminando fronteras de aislamiento, sin darnos cuenta de que representábamos algo mal nominado, inexistente al decir de nuestro honorable amigo Pujol.
Sevillano de nación como soy, pero sólo en el sentido cervantino, me siento español. España es, aunque cuesta decirlo en esta disputa que vivimos, mi patria. No me siento nacionalista. Aún más, cada vez me siento más lejano de los nacionalismos, sean centrales o periféricos. No me gusta su vis excluyente, homogeneizadora, que niega la otredad. No la veo en estos libros, no la veo en la Escuela de Traductores, ni en El Greco, aunque sé que estuvo en la Inquisición y en la guerra incivil. Más bien veo mestizaje y pluriculturalidad, tolerancia y apertura al otro, al diferente. ¿Me estaré quedando sin espacio? Si no deseo una España de nacionalismo excluyente, ni tampoco una Cataluña, un País Vasco o una Galicia de nacionalismos igualmente excluyentes, ¿qué soy?, ¿a qué pertenezco?
Desde el afecto apelo a la razón, al conocimiento de lo que somos y de lo que podemos ser en los umbrales de un nuevo milenio. Desde el respeto a lo que hay debajo de estas piedras, y aún más de lo que está por venir en forma de nuevas generaciones, deseo que se me entienda.
Desde una vieja Nación, desde una ciudad milenaria, cargada de historia y de historias, quiero recordar que hicimos hace 20 años un pacto constitutivo para un nuevo proyecto, que suponía un giro histórico trascendental en nuestro reciente devenir y también en el más lejano: recuperar las libertades individuales y reconocernos en la diversidad de identidades que siempre han compuesto el mosaico de España.
La nación moderna surge de un impulso homogeneizador, por eso excluye al diferente, en sus creencias o en su lengua. Hoy se trata de la nación incluyente, la de ciudadanos, no la nación étnica ni étnico-cultural. Un marco de convivencia que acepta la diversidad de individuos y de comunidades, igualándolos en su ciudadanía. España era y es una Nación, también comunidad de sentimientos, incluso encontrados, porque es una realidad de seres humanos. El intento, tal vez baldío, es llevarla al futuro como Nación incluyente, alternativa al nacionalismo excluyente que nos ha acompañado y martirizado en no pocos tramos del camino. Puede ser Nación de naciones, de nacionalidades o regiones, pero no debería ser Nación de nacionalismos enfrentados por excluyentes entre sí.
Tengo instinto sedentario, tal vez porque piense que todo
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se puede encontrar aquí, en el espacio de esta ciudad, como Don Quijote y Sancho mostraron el universo sin salir de su rincón manchego. Pero vivo como un trotamundos desgarrado por ese apego a la tierra. Encuentro por casi todas partes a los que, como yo, se sienten españoles. Desperdigados, pero no perdidos. Son más nosotros en América que en nuestra propia tierra. Me gustaría viajar con mi identidad por los caminos de la globalización. No quiero ser apátrida en la realidad virtual de la sociedad de la información, aunque me guste ser ciudadano del mundo. Si fuera inevitable, espero que mi amigo Pujol me dé nacionalidad para rellenar el casillero, aunque sólo fuera por el respeto que siento a la personalidad diferenciada de Cataluña. Tal como están las cosas, mi otrora amigo Arzalluz no me lo concedería por mor de la otredad inaceptable que represento para él. Pero, a decir verdad, prefiero que España siga siendo como es, sobre todo ahora que comprende a gentes como yo, y los comprende, a cada uno, en su identidad diferente y en la común que siglos de historia nos han hecho compartir. Pido respeto a lo que hemos sido, multisecularmente, para respetarnos hoy y en el futuro. No quiero una visión estática, sino dinámica, de nuestra historia colectiva, pero menos aún quiero una visión a-histórica o anti-histórica que nos lleve a desgarramiento. En realidad, lo que deseo es un sólido Estado democrático, una Nación cuya soberanía se defina por la ciudadanía, conviviendo en su seno nacionalidades y regiones de identidad rica por plural. Para colmo, es la mejor fórmula para vivir en la globalización imparable de esta nueva era que nos ha tocado vivir.
Éste es el texto de la alocución pronunciada el pasado viernes por el ex presidente del Gobierno Felipe González durante la inauguración de la Biblioteca de Castilla-La Mancha en el Alcázar de Toledo.
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