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La buena muerte

Entendida la eutanasia en su sentido etimológico de "buena muerte" supone una aspiración tan profundamente humana que apenas cabe discutir el tema; empero, desde hace al menos cuatro decenios se ha convertido en una demanda cada vez más acuciante, pero también más cuestionada. El cambio se ha debido tanto al rechazo creciente a enfrentarnos sin tapujos a la muerte, a la nuestra y a la del prójimo, que caracteriza a nuestras sociedades occidentales, como al desarrollo vertiginoso de la medicina que, en el intento vano de prolongar indefinidamente la vida, amenaza con arrebatarnos hasta la posibilidad de una muerte digna.

No sólo tenemos el derecho, sino que pienso que el deber de aspirar a una buena muerte, eutanasia. Que una vida buena culmina en una buena muerte es sabiduría milenaria que no invalida el que esté teñida de elementos religiosos. Cierto, no todas las vidas acaban a su tiempo y de manera digna —la mala muerte resulta generalmente de la violencia o de un accidente, siempre a destiempo y de improviso—; pero tratar de alcanzar una buena muerte es un ideal que puede convertirse en un imperativo ético. Habrá que cumplir de tal forma con los deberes que imponen cuerpo y espíritu que no acortemos la vida sin necesidad, pero tampoco intentemos prolongarla artificialmente, ni mucho menos nos neguemos a reconocerla cuando la muerte se acerque a nuestra vera. Vivir bien incluye estar preparados para que cuando "nos llegue la hora"; qué expresión tan cargada de sentido. Sepamos pasar el trance, sin sufrimientos prescindibles, pero aguantando lo que sea preciso, confortados con la idea de que para algunos tal vez no hayamos vivido en balde. El valor de la propia vida sólo se revela en el efecto/afecto que haya tenido sobre los demás.

Subrayar el sentido de la buena muerte no implica que hemos de vivir como si la vida verdadera empezase al traspasar su umbral. Nada más alejado de lo que quiero decir que pensar que habría que vivir para la muerte, como si la vida no tuviera otro sentido que el bien morir; al contrario, la meta de la vida es el bien vivir, y es, justamente, la conciencia de la muerte —con ciencia que nos diferencia del resto de los animales— lo que posibilita que podamos vivir la vida en plenitud. Y ello porque la muerte relativiza todo lo vivido en finito y prescindible, pudiendo transmitir así esa dimensión de unicidad irrepetible que otorga a la vida un valor infinito. Porque estamos abocados a la muerte, la vida de cada uno, única, irrepetible, adquiere toda su dignidad.

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Cuando, parafraseando a Rilke, hablamos de morir la propia muerte, hay que entender, en primer lugar, llegar conscientes a su orilla, de modo que quepa mirar la a la cara y en un último examen retrospectivo descubramos el significado de todo lo vivido. Y en segundo lugar, no morir solos. Morir, como se ha vivido, en compañía. La muerte, al menos la buena muerte, debe ser tan social como la vida.

Todos tenemos derecho a una buena muerte, pero no está sólo en nuestras manos alcanzarla; a la buena muerte, como al amor verdadero, no llegamos por méritos propios. Son tantos los factores incontrolables —y cuanto más cerca de la muerte, más impotentes nos sentimos— que, si necesitamos, y mucho, de los otros para vivir, esta dependencia se incrementa exponencialmente a la hora de morir. La buena muerte es un don que nos hacen los demás al ayudarnos a morir lo más conscientes posible, junto con los que nos quieren. Nada tan inhumano, aunque sea tan propio de nuestra sociedad, que abandonar en la clínica al moribundo, negándose y negándole la evidencia de su pronta muerte. Se comprende que en tiempos tan salvajes haya tenido que surgir la segunda acepción de eutanasia: ayudar a bien morir.

La eutanasia, en esta segunda acepción, abarca un amplio espectro de comportamientos sociales que van más allá de las cuestiones relativas a evitar dolores innecesarios, no prolongar artificialmente una vida ya caducada (eutanasia pasiva), o acortar una agonía, cuando así lo pida el moribundo, para de esta forma poder morir con conciencia y compostura (eutanasia activa). Estas medidas se incluyen en un amplio catálogo de otras que, sin tener incidencia jurídica, son fundamentales para alcanzar una "buena muerte": veracidad, compañía, respeto.

Ante la hipocresía que hoy rodea a la eutanasia, importa recalcar que no cabe deslindar una frontera nítida entre la eutanasia activa y pasiva, fácilmente deslizable la una sobre la otra. De ahí que sea necesaria una regulación precisa para que de un derecho tan fundamental como el derecho a una buena muerte no se deriven abusos o perjuicios, como, por lo demás, puede ocurrir en el ejercicio de cualquier otro derecho. Pero ésta ya es una cuestión técnica de cuya solución hay que encargar a los juristas.

La legitimación de la eutanasia surge de considerar que la muerte no sólo atañe al moribundo. Ello implica que una buena muerte tan sólo cabe en una sociedad en la que todos se sientan involucrados en la muerte de todos. Es lo que llamaría la dimensión social de la muerte, que, como se sabe, casi ha desaparecido en nuestras sociedades, como si morir concerniese en exclusiva al moribundo. Morir en radical soledad, lo contrario de una buena muerte, se está convirtiendo en el destino del hombre contemporáneo. Pero conviene advertir que de donde haya desaparecido esta dimensión social de la muerte se ha evaporado también cualquier tipo de solidaridad con los vivos. Desde los más remotos tiempos sabemos que el que se desentiende de los muertos tampoco reparte su pan con los vivos.

La muerte pública de Ramón Sampedro ha tenido la virtud por él querida de obligarnos a una reflexión más profunda sobre la muerte en nuestra sociedad, abriendo un debate desde hace mucho tiempo necesario, por lo que hemos de estarle agradecidos. Pero también ha traído consigo un enorme desconcierto, al confundir la eutanasia con la ayuda al suicidio. En efecto, no cabía dar peor puñalada a la eutanasia que identificarla con la ayuda al suicidio.

Nadie elige el momento en que nos toca morir; pero, cuando llega, tenemos el derecho a que nos asistan a pasar el trago de la mejor forma posible. De ahí que sea requisito esencial de la eutanasia el que no se intervenga mientras no nos haya llegado la hora. Otra cosa bien diferente es pedir ayuda para morir porque no se aguanta la vida que nos ha tocado en suerte. Pese al afán de confundir eutanasia y ayuda al suicidio de que han dado prueba tanto los amigos como los enemigos de la eutanasia, la diferencia es nítida. Unicamente se puede hablar de eutanasia cuando el moribundo se encuentra en fase terminal o se barrunta inexorable en un futuro próximo. Y es

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obvio que no era el caso de Ramón Sampedro. En este estado había vivido veintitantos años y no se sabe los que hubiera podido vivir aún.

La vida del tetrapléjico no es fácil, como no lo es la de otras personas enfermas o en situaciones sociales, familiares, incluso profesionales, que solemos llamar límites. Pero, por terrible que sea la situación en la que nos haya colocado la vida, únicamente cada cual puede juzgar por sí mismo si vale la pena vivirla. Justamente somos libres porque vivimos nuestra libertad en el empeño de seguir viviendo: si quisiéramos, podríamos suicidamos. Lo que de ninguna forma cabe es diseñar, a priori, un cuadro de condiciones que habría que cumplir la vida para que la califiquemos de indigna de vivirse. Nada más falso, además de hiriente para todos los que se encuentran en la situación de Sampedro y sí quieren vivir, que sacar la conclusión de que la vida del tetrapléjico, por sí misma y objetivamente, no se ría digna de ser vivida, y, por consiguiente, todo el que se encuentre en esta situación tendría el derecho a exigir que se le mate, para mayor inri, trastocando los conceptos para acogerse a la eutanasia.

Repárese que de esta falsa objetividad podría derivarse, tal como lo propusieron y ejecutaron los nazis, el derecho de la sociedad a eliminar a todas las personas disminuidas que, en virtud de un cuadro de condiciones definido objetivamente, no se consideren dignas de que vivan. Si el tetrapléjico, y podrían añadirse otros casos terribles, sólo por esta circunstancia, tuviese el derecho a pedir que se le conceda la muerte, aquellos que, estando en las mismas condiciones, no hiciesen uso de este derecho, podrían considerarse a sí mismos, o los podrían considerar los de más, unos inconscientes de su verdadera situación y de lo que objetivamente más les conviene.

Nada perjudica tanto al debate sobre la eutanasia que mezclarlo con la ayuda al suicidio, tema peliagudo si los hay y que, como ha puesto de relieve el caso de Ramón Sampedro, exige una reflexión atenta, pero, por favor, desconectada por completo de la eutanasia. Dos cuestiones quedan aparcadas para otra ocasión. El derecho de cada uno al suicidio como contrapartida necesaria de la libertad a elegir la vida. ¿Y qué ocurre con aquellos que por su situación especial no pueden darse la muerte? ¿Cabe vivir dignamente cuando ni siquiera puedo elegir la muerte y, por tanto, tampoco la vida? La vida vale porque la elijo libremente; no porque, sin poder quitármela, esté condenado a vivirla.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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