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Los magistrados del TC, ¿augures o arúspices?

Este año en que celebramos el vigésimo aniversario de nuestra Constitución corresponde, como es sabido, la renovación de los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional (TC) nombrados a propuesta del Senado, entre los que se encuentran los actuales presidente y vicepresidente.Pienso que esta casual coincidencia de fechas puede servir de punto de partida para una reflexión más general sobre la importancia del papel desempeñado por el TC en el desarrollo de nuestra Constitución desde que inició aquél su andadura, hace ya más de tres lustros, con ese gran jurista que fue García Pelayo a la cabeza.

En el libro -un clásico sin lugar a dudas- La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, el maestro Eduardo García de Enterría afirmaba rotundamente, ya en su primera edición de 1981, que "el tema del TC es posiblemente el tema central de nuestra Constitución; me atrevo a decir (...) que es aquel en que esta Constitución se juega, literalmente, sus posibilidades y su futuro".

Diecisiete años después se puede verificar que García de Enterría vaticinó acertadamente, ya que, en muy buena medida, las sentencias del TC, único en su orden y máximo intérprete de la Constitución, han sido el indicador más fidedigno del desarrollo jurídico de nuestro todavía joven texto constitucional. A esta estrechísima relación existente entre el desarrollo constitucional y el TC se refería recientemente mi colega de la Universidad Autónoma de Madrid Manuel Aragón en una conferencia pronunciada en la Facultad de Derecho en la que profeso.

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Y no podía ser menos, pues siendo como es nuestra Constitución una norma jurídicamente ambigua por ser fruto de un amplísimo consenso democrático, requería, para su inmediata aplicación y en virtud de su eficacia directa, de la labor interpretadora del TC, que, firmemente apoyado en la doctrina, ha tenido que hacer, en ocasiones, encaje de bolillos para buscar la solución jurídica deseada, sin merma de la armonía constitucional.

Desgraciadamente, estas últimas semanas, los distintos medios de comunicación han informado de la acusada politización con que se está tratando la parcial renovación del TC, como en su día sucedió con la del Consejo General del Poder Judicial. Al parecer, son algunos partidos políticos (una vez más, la partitocracia como degeneración del sistema democrático) los que quieren colocar sus propios candidatos en tan alta magistratura, olvidando que la función propia de los magistrados constitucionales consiste en interpretar la Constitución, y no la voluntad de los partidos políticos que obtuvieron mayor representación parlamentaria.

Precisamente porque los asuntos de que conoce el TC tienen en ocasiones una fuerte carga política, los partidos están obligados a respetar exquisita y escrupulosamente la independencia de este alto tribunal, guardián de la Constitución, cuya politización nos conduciría a la ruina constitucional. No advertir este riesgo real evidenciaría una inmadurez política impensable ya en un sistema democrático que ha alcanzado la mayoría de edad.

Siendo la historia magistra vitae, no me resisto a no establecer un posible paralelismo entre estos intérpretes de la Constitución que son los magistrados constitucionales y aquellos intérpretes de la voluntad de los dioses que fueron los augures y los arúspices.

En Roma, el conocimiento de la anuencia divina, que se precisaba para la realización de cualquier acto de trascendencia político-social, se obtenía mediante la auguratio y la auspicatio. La principal diferencia entre estas dos instituciones de gran calado social radicaba en que la auguratio era exclusiva de los augures, personas independientes, revestidas de auctoritas, que pertenecían al colegio augural, en tanto que la auspicatio, aunque practicada también por los augures como técnica meramente instrumental, era competencia de los arúspices, pertenecientes al séquito de los magistrados, o incluso de los patres familias.

Como bien han señalado Ugo Coli y Álvaro d'Ors, existían también diferencias en cuanto a los signos, pues los augures manifestaban preferencia por los de las aves, en tanto los arúspices, sin descuidar éstos, como su propio nombre indica, observaban con mayores distingos los signos celestes. Los auspicios tenían una eficacia temporal y restringida en cuanto al tipo de actos (asambleas comiciales, inicio de la guerra, etcétera); no así los augurios, con los que se podía consultar a las divinidades sin límites temporales o de contenido. Éstos, en cambio, exigían un lugar, una convocatoria, un delimitado espacio celeste y un procedimiento muy formal; no así los auspicios. Por último, los augurios no requerían, a diferencia de los auspicios, una expresa solicitud, sino que podían ser realizados directamente por el augur.

Podría decirse que la auguratio y la auspicatio eran dos instituciones paralelas, pero que funcionaban en sentido opuesto. En efecto, la auguratio, fundada en la autoridad de los augures, exigía de éstos un comportamiento activo. En la auspicatio, en cambio, eran los dioses los que daban a conocer su voluntad, mediante los signos celestes, al arúspice, que cumplía una labor pasiva, simplemente receptora. De ahí que, en ocasiones, fuera el propio magistrado quien daba directamente indicaciones al arúspice sobre el parecer de las divinidades que a él le convenía.

Así pues, el arúspice, a diferencia del augur, no era un guardián de la legitimidad constitucional, sino un mero subalterno del magistrado, que le ayudaba en la toma de decisiones.

En época republicana, empero, se produjo una paulatina desaparición de los augures en favor de los arúspices -con frecuencia denominados ya peyorativamente pullarii (polleros)- hasta que aquéllos, molestos por independientes, acabaron siendo del todo desplazados por éstos, más modestos y dependientes de la potestad del magistrado. A consecuencia de esto, la auspicatio comenzó a perder la trascendencia social que tuvo antaño, pues había dejado de ser un límite externo de control de la actuación del magistrado para convertirse en un instrumento a su servicio.

La historia muestra que quienes ejercen el poder -llámese magistrado romano, jefe de un partido político, etcétera- se resisten a aceptar que ciertas instancias independientes, revestidas de auctoritas, controlen su actuación con la independencia del augur, y no con la dependencia del arúspice.

Para que la Constitución, lo diré parafraseando a Machado, "siga su camino" necesita un TC integrado por magistrados-augures, y no por magistrados-arúspices; por magistrados independientes, revestidos de personal autoridad, capaces de ejercer el control de constitucionalidad que les ha sido encomendado, y no por magistrados dependientes del poder del partido político que propició su nombramiento.

Ojalá todos los partidos políticos sepan festejar el vigésimo aniversario de nuestra norma suprema respetando a los magistrados de ese alto tribunal que tiene encomendada su custodia.

Rafael Domingo es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Navarra y catedrático de Derecho Romano.

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