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Un rotundo éxito de todos

Como bien recordaron Mercedes Sampietro y Jaime Aguirresarobe en el emotivo momento en que, sustituyendo a la insustituible Pilar Miró, proclamaron a Ricardo Franco como mejor director, hacer cine requiere mucho coraje. En este fructífero año cinematográfico español los premiados se encontraron anoche con sus estatuillas junto a los vencidos que estaban, a su vez, investidos por el honor del éxito de público y crítica. Nunca quienes no tuvieron premio brillaron tanto ni fue su derrota más dulce. Quizá por eso nunca pareció mejor que los ganadores fueran quienes fueran.A esto del Goya hay que asistir de tiros largos y con butaca. Me explico. Si vienes de periodista te meten en una habitación, o sala, al estilo de Hollywood, y te tienes que pasar toda la ceremonia viéndola por los monitores y esperando a que vayan entrando los galardonados para entrevistarlos, que en nuestro caso no son precisamente los inalcanzables Clint Eastwood o Elizabeth Taylor, sino entrañable gente con la que una suele comer de vez en cuando, como el inmenso Antonio Resines y el gran Ricardo Franco. Por eso juzgué de lo más conveniente asistir a la ceremonia de anoche nada más y nada menos que como acompañante de Pedro Olea.

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Más o menos, lo previsto

Y todo tiene sus compensaciones. ¿De qué otra forma podría una simple cronista hallarse cerca de un Andrés Pajares que luce el típico bronceado de su felicidad junto a Conchi, no confundir con Chonchi. Los aspirantes a premios, sentados en mogollón, en las primeras filas a la izquierda del escenario, más que competidores parecían alumnos de un curso especialmente divertido. Y especialmente provechoso. Lo peor fueron las pausas, como de costumbre. Cinco pausas, concretamente.. Por, decirlo de otra manera: son cinco pausas solamente mis angustias... Esos interludios obligatorios para la publicidad que acompañaba la retransmisión realizada por Televisión Española -por cierto, que las cámaras impidieron a no pocos la visión, incluido a un Eusebio Poncela que tuvo que levantarse a la mitad para situarse en mejor perspectiva- no son ni lo bastante cortos como para merecer que te quedaras en la silla ni lo bastante largos para poder realizar una evacuación de urgencia. En la primera pausa, todos permanecieron sentados, puesto que no sabían de cuánto tiempo constaba. A la segunda, más confiados -calculamos unos siete minutos- más de la mitad del personal se lanzó desaforado al bar o a los lavabos, de tal forma que, en la pausa siguiente, la almibarada locutora que nos daba el aviso se vio en la obligación de detener los impulsos del personal. Menos mal que entre pausa y pausa en el escenario iban ocurriendo cosas apasionantes.

Y no precisamente porque la puesta en escena de Isabel Coixet fuera especialmente brillante, pues los insertos filmados se pasaron de modernez y las actuaciones no llegaron demasiado lejos, sino porque la pericia de El Gran Wyoming y su capacidad de improvisación dieron en todo momento el tono justo. Y así pasaron por el escenario, anunciando los diferentes premios, talentazos jóvenes -algunos tanto como Andoni Erburu, protagonista de Secretos del corazón; Juan Diego Botto o Alejandro Amenábar-, gloriosos veteranos como Pepe Sancho o Miguel Rellán, exóticos como José Luis de Vilallonga, señoras de campeonato como Bibí Fernández, ex Andersen, y bellezas aliadas con el talento de la categoría de Marisa Paredes, Victoria Abril o Charo López. Por cierto, cómo se lleva este año el look de los cincuenta: lo lucían Ángela Molina, en blanco; Silvia Munt, en verde; y la susodicha Charo, en azultornasolado. Sin olvidar el punto diosa Venus en rojo de María Barranco o la llamarada roja de Penélope Cruz.

Claro que, se lleve ñlo que se lleve, lo que yo me hubiera llevado a casa -amén del mencionado Juan Diego Botto o Jordi Mollá, que estaba también- es a Oliver Martínez, que, junto con Marisa Paredes, formó una pareja rebosante de glamour a la hora de presentar el premio a la mejor película europea, que recayó en Full Monty. El muy cabronazo de Rafael Azcona, premio global a su incomensurable estatura cinematográfica de guionista, tuvo las santas narices de no aparecer. Pero todos se lo perdonamos porque sabemos cómo odia lo mucho que le cuesta aparecer en este tipo de actos. Así que todos, incluidos Berlanga y Cuerda, que le ofrecieron el Goya, aplaudimos a rabiar a su merecida estatuilla.Y así fue como transcurrió. Sin prisas, pero con pausas.

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