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Observaciones escépticas sobre el reparto del trabajo

Andreu Mas-Colell

La persistencia del desempleo masivo ha hecho crecer en Europa un estado de opinión que ve en el mismo una característica estructural, permanente y nueva de la escena económica. Una, característica que nos empuja a experimentar con las políticas de empleo que se han venido en llamar de reparto de trabajo y, muy particularmente, con el acortamiento de las horas de la semana laboral.No existe, en esta cuestión del reparto de trabajo, un análisis económico canónico. Los argumentos que se barajan son, sin embargo, de dos tipos y será bueno, porque son conceptualmente muy distintos, discutirlos por separado. El primero pone su énfasis en la tecnología; el segundo en la elección del consumidor en condiciones de riqueza creciente.

Los argumentos tecnológicos reposan de una forma u otra sobre la constatación de que la tecnología moderna sustituye al trabajo con facilidad y, en consecuencia, que para producir la misma cantidad de producto (o, más precisamente, la cantidad "de pleno empleo", que tendrá en cuenta los aumentos de productividad media) necesitaremos cada vez menos trabajo.

En su versión catastrofista éste sería un hecho definitivo, irremediable y que abriría paso a una crisis de civilización. Podría alegar citas de El fin del trabajo, de Jeremy Rifkin (un libro que demuestra que en Estados Unidos hay de todo), pero, en clave europea, escogeré El horror económico (FCE, 1997), de Viviane Forrester, un libro no muy meritorio pero que constituyó un gran éxito editorial en su aparición original en Francia, en 1996.

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La señora Forrester nos ofrece una visión del capitalismo contemporáneo que podríamos tachar de más marxista que la de Marx. Para éste el capitalismo primigenio se caracterizó por el surgimiento de sectores de la población desposeídos de todo excepto de su fuerza de trabajo. Aunque Marx creyera que la compensación del trabajo no se elevaría de un salario de subsistencia, Marx no dudaba de la productividad del trabajo. Sin trabajo no habría excedente y, de hecho, toda su visión del mundo reposaba en la creencia de que no hay otra fuente de valor que el trabajo y que esta realidad se abriría paso por mor de la Revolución. El desarrollo posterior del pensamiento marxista puede describirse como una constante búsqueda de razones para explicar por qué esto no se cumplió. Estas excusas van en muchas direcciones, pero uno diría que todas se sustentan sobre la idea del aumento del valor del trabajo o, en todo caso, del aumento del grado de apropiabilidad del producto social por el trabajador. En la señora Forrester, sin embargo, no habría lugar a revisión alguna. El capitalismo sé caracterizaría todavía, como en Marx, por la presencia de un proletariado que no tiene otro activo que su fuerza de trabajo. Pero, en contraste con Marx, esa fuerza de trabajo tendría ahora, con la tecnología del mundo actual, un valor despreciable. El proletariado de hoy, como el de ayer, sólo tendría su fuerza de trabajo que vender pero, a diferencia de ayer, ésta hoy no valdría nada. Simplemente hecho nuevo y final en la historia como la hemos conocido hasta el presente (ya se sabe que cualquier intelectual moderno que se precie quiere acabar con la historia o, al menos, con su primera fase), los capitalistas modernos no necesitan el trabajo: "Las masas maltratadas ya no son necesarias para los proyectos de sus martirizadores" (página 149).

Dejemos el catastrofismo. La tesis tecnológica tiene una versión más moderada e interesante. Una versión que merece discutir se y ser tomada en, serio porque es constructiva: y conduce directamente a prescripciones de política económica. La idea es, en su punto de partida, de una simplicidad aritmética: si la cantidad de trabajo necesaria para producir el output que producimos (ajustado por productividad media) desciende y si, por tanto, se va a trabajar menos, será más íntegrador en una sociedad democrática repartir la cantidad de trabajo disponible; trabajemos todos aunque cada uno de nosotros trabaje menos. El proponente moderado de está tesis, un Delors o un Rocard, entiende y valora la objeción usual del economista técnico. A saber, que a menos que se reduzca la compensación salarial total, una aplicación drástica del reparto de trabajo significaría un shock muy negativo a la competitividad industrial, al representar un aumento considerable y repentino del salario por hora. Pero cree, sin embargo, que la transición es manejable, sin shock masivo y sin pérdida de poder adquisitivo, jugando con dos variables: la modificación de cargas, directas e indirectas, sobre el trabajo, de manera que la distorsión sobre los costes del trabajo por hora sean insignificantes para la empresa, y la modulación del ritmo de implantación, de forma que se dé tiempo y oportunidad a que los Incrementos de productividad, que al fin y al cabo están en el origen del problema, compensen el descenso de las horas trabajadas.

A mi entender, este aspecto tecnológico de la ideología del reparto del trabajo sufre de una característica miopía: la de pensar que, contra la evidencia del pasado, las necesidades humanas, en los países más desarrollados, están en camino de terminarse y que no van a surgir nuevas demandas y nuevas industrias. Sin duda surgirán. Si muchas necesidades se pueden satisfacer con menos trabajo tanto mejor, porque así mas necesidades podremos cubrir. El output total que produzcamos no tiene por qué permanecer fijo (o aumentar a un ritmo inferior al de la productividad). Recordemos también que los cambios tecnológicos no afectan con neutralidad a todas las formas de hacer cosas. Es natural, por tanto, esperar que la composición sectorial del empleo varíe en forma no proporcional a la importancia de las necesidades. Así, es probable que con el tiempo veamos más y más empleo en actividades donde el contacto personal es la esencia misma del producto.

Sentado el cuadro de referencia anterior, me voy a permitir alguna cualificación al optimismo tecnológico, no sea que uno acabe pasando por ingenuo. Las investigaciones más recientes son bastante persuasivas sobre la importancia de la formación o, más bien, de su falta, como un factor determinante del desempleo europeo. Por ahí es por donde pudiera parecer que la culpa es de la tecnología. Las innovaciones tecnológicas condenan a la obsolescencia a muchas capacitaciones profesionales. Si la formación de base es poco flexible (lo cual es inevitable si ésta es poca), el efecto es que sectores importantes de trabajadores quedan marginados con cada revolución tecnológica.

En resumen: es posible que los cambios tecnológicos sean el shock inicial que, por un mecanismo u otro, conduzca a un aumento del desempleo. Pero en una sociedad razonablemente afinada, flexible y atenta al tema de la formación estos efectos deberían ser transitorios. Y por lo que concierne al desempleo persistente es más plausible pensar que se deba a factores ligados al funcionamiento del sistema económico que no a una falta básica de demanda.

La constatación fundamental es ahora que el ocio constituye lo que los economistas llaman un "bien de hijo", es decir, se trata de un bien a cuyo consumo las familias dedican, a medida que aumenta su nivel de renta (a precios constantes), una fracción mayor de la misma. Subrayemos que es la riqueza la que cuenta, más que la renta semanal o mensual, y que es el ciclo vital lo relevante, no las horas semanales de trabajo. Que el ocio sea un "bien de lujo" es compatible con juventudes gastadas en trabajar de sol a sol.

Aceptemos pues que, en consecuencia, a medida que nuestra riqueza aumenta cada uno de nosotros desee trabajar menos. Ahí podríamos topar, sin embargo, con una limitación institucional: el todo o nada de la plena jomada laboral, En un contexto de incremento de la demanda de ocio, la elección que típicamente se ofrece a los trabajadores es extrema: trabajar a plena jornada o no trabajar. Algunos caerán en sus decisiones del lado de no trabajar, otros del de trabajar, pero ni unos ni otros estarán satisfechos. Notemos que esto no da razón de la tasa de desempleo porque los trabaiadores desanimados no aparecerán como desempleados, pero sí irá en la dirección de explicar una tasa de actividad relativamente baja. Donde podrían trabajar tres trabajadores plenamente satisfechos trabajarán dos insatisfechos y uno quedará fuera. El aliciente a "repartir el trabajo" es claro.

Estas consideraciones justifican plenamente la conveniencia de fortalecer una tendencia ya presente en algunos países europeos (Holanda es el ejemplo más citado): la de no penalizar el trabajo a tiempo parcial. En sí mismo, esto no va a ser una panacea para el problema del desempleo ya que si, efectivamente, puede incrementar la oferta de puestos de trabajo (los liberados por trabajadores que preferirían trabajar menos), también es cierto que reintroducirá en la fuerza, laboral a los trabajadores desanimados por la inexistencia de las opciones a tiempo parcial. Es previsible, sin embargo, que el efecto neto sobre la tasa de actividad sea positiva (sobre todo en un país como España donde, ya sea por razones voluntarias -tasa de actividad- o por razones involuntarias -tasa de desempleo- se trabaja, relativamente hablando, poco) y, en cualquier caso, su efecto sobre la asignación de recursos va a ser positivo ya que acomoda la elección hacia el ocio y el ajuste óptimo a lo largo del ciclo vital.

Es evidente, apresurémonos a añadir, que no debe producirse una asimilación del concepto "tiempo parcial" con "contratos a corto término o precarios o temporales". Son cosas distintas y perfectamente distinguibles, aunque a veces se presenten juntas. Los contratos indefinidos a tiempo parcial deben también ser posibles y no estar penalizados.

Termino con una advertencia: una cosa es hacer posible el trabajo a tiempo parcial, y otra muy distinta hacer imposible el trabajo a los estándares históricos de tiempo completo. La primera es una idea excelente; la segunda, no. Por las razones apuntadas en la discusión del, argumento tecnológico, pero también porque en la cuestión de la limitación del tiempo de trabajo, un exceso de ingeniería normativa pudiera llegar a chocar con los derechos fundamentales de los ciudadanos. Así, ¿es lícito coartar el derecho a trabajar, si la oportunidad la da el mercado, tanto como se desee? El ejercicio de predeterminación de un repertorio limitado de contratos laborales es cuestionable. Idealmente, el repertorio debería ser muy amplio y todos deberíamos poder trabajar la cantidad de horas, días y años que nos convinieran. A las compensaciones, claro está, que correspondan a las de un mercado inserto en un Estado de derecho.

Andreu Mas es catedrático de la Universitat Pompeu Fabra.

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