Ellas, las irreductibles
Sabemos que las mujeres mayores son las que frenan con sus votos el auge de la ultraderecha, ¿por qué entonces se las ignora en el discurso político?
Cuando tenía cinco años una vecina del poblado me abrió la puerta. Ella echaba de menos a sus hijas y yo echaba de menos alguna amiga con quien jugar. Éramos pioneras de aquel pantano entonces sin poblar. La mujer me tomó tan en serio en nuestra conversación que, fascinada con ese trato, acudí cada día a la misma hora como si fuera una cita. Fue la gran enseñanza de mi vida: las amistades no tienen edad y quien lo cree y solo se relaciona con los de su quinta pierde en perspectiva y experiencia. Otra amiga, en este caso una mujer entrada en los ochenta que fuera catedrática de Física, confiesa que si a su edad le cuesta salir y relacionarse es porque en las tiendas, en la peluquería, en la farmacia, al dirigirse a ella la gente eleva el tono de voz, como si fuera tonta o menor de edad, y ese tonillo que la rebaja a no se sabe qué condición inferior ha acabado por condenarla a no disfrutar de conversaciones interesantes. No se sabe a qué edad se empieza a considerar que una persona no entiende bien los mensajes, tal vez cuando alguien abandona del mercado laboral. O cuando se tiene la edad para recibir la tarjeta dorada. Si fuera así, no estaría de más que con dicha tarjeta se le entregara a la beneficiada o beneficiado una señal para coserse en la chaqueta, a modo de estrella de David, con distintas prerrogativas: preferencia para sentarse en los transportes públicos y en los pocos bancos de la calle que van quedando, pero incapacidad o exención de tener una voz en el debate público. Las cosas claras.
El caso es que me cuesta imaginar cómo se va a compatibilizar el hecho de ganar la medalla de oro al país más longevo del planeta con el edadismo creciente que desprecia la opinión de sus mayores: el desdén de una minoría productiva a una mayoría que anda viviendo ya su tercer acto; y el futuro de una población femenina entrando en la vejez mientras cuida a su vez a personas que están a punto de abandonarla para siempre. Ese es el panorama.
¿A qué viene entonces tanta arrogancia por parte de esos jóvenes maduros que viven como si el futuro no les fuera a alcanzar? ¿Están tan ciegos con su presente que no imaginan que ellos van a ser el próximo reemplazo? Lo pensaba el pasado domingo observando el discurrir de la manifestación por la sanidad pública, una riada de gente que bajaba por la calle de Alcalá para llegar a Cibeles y de paso confluir con esa otra convocatoria que protestaba contra la presencia de la extrema derecha, por ser el mismo día en el que Milei bramaba contra la “aberrante” justicia social. Pensaba yo en las edades de la vida paseando entre esos manifestantes que jamás se rinden, porque lo que veían mis ojos eran personas, en su mayoría, que sobrepasaban los cincuenta, y de ahí en adelante. Así suele ser: las causas generales que afectan al conjunto de la población movilizan menos que aquellas que definen nuestra identidad; triste, sí, cuando la sanidad o la educación deberían ser el paraguas bajo el que nos protegiéramos todos. Pero algo se ha hecho mal, desde luego, para que las generaciones no se fundan en el mismo grito. De la misma manera que las mujeres no somos un colectivo, sino la mitad de la población, la gente mayor tampoco lo es, aunque esta época favorezca esa odiosa segregación. Hablamos de las mujeres mayores como motor de las actividades culturales, pero ¿no es cierto que se observa el fenómeno con condescendencia? Sabemos que son las que frenan con sus votos el auge de la ultraderecha, ¿por qué entonces se las ignora en el discurso político? Tanto que hablamos de esos señores que una vez ostentaron el poder y que ahora pasean su resentimiento por las teles, ¿por qué no nos fijamos en aquellas que nunca mandaron pero hoy siguen saliendo a la calle a defender el derecho irrenunciable al aborto, a la sanidad para todos, a la esquilmada educación pública? ¿No es su voz más necesaria que nunca?
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