El iraní Abbas Kiarostami trae de Irán bajo el brazo un maravilloso 'Sabor de cereza'
Acaba un concurso de pequeño festival, entre el derroche de encanto y el autobombo
Los censores de Hasan Hussein prohibieron a Abbas. Kiarostami, el más exquisito de los cineastas artesanos, contribuir con Sabor de cereza al medio siglo de Cannes y su nombre fue retirado de la competición. Luego se lo pensaron mejor y ayer mismo llegó aquí el cineasta con su película bajo el brazo, que se reincorporó al concurso. Es una pequeña maravilla que hace subir el listón de una sección oficial bastante pobre, con sólo media docena de buenas películas, una decena de obras simplemente correctas y una veintena entre mediocres y malísimas.
ENVIADO ESPECIALLos derroches de dinero, capacidad de convocatoria en el mundillo del glamour y de autocelebración con un aire megalomaniaco de este cincuentenario del festival de la Costa Azul, contrastan con la más deficiente programación de la sección oficial de Cannes en bastantes años. Y no se trata de que no hubiera buenas películas a disposición de los programadores. Las hay y en número suficiente para lograr un buen y armonioso concurso en las secciones Una Cierta Mirada, Semana de la Crítica y Quincena de los Realizadores, comenzando por las tres españolas (La buena estrella, Tren de sombras y La buena vida), cuya superioridad sobre los rellenos del con curso es tan ostensible que aleja del cronista cualquier temor a ser tildado de barrendero prodomo y alimentar lo bajos de la alfombra de casa.
Cine pobre
Por suerte, Kiarostami logró vencer a última hora las barreras sensoriales de Hussein y se trajo consigo de Teherán las latas de la única copia que existe de Sabor de cereza, una maravilla de cine con presupuesto pobre, pero inmensamente rico en talento e inventiva visual, hecha a cuerpo limpio (un viejo coche y cuatro actores no profesionales) en las vueltas y revueltas de una carretera sin asfaltar que serpentea por una colina desértica, sobre un valle donde dormita su alerta perpetua un cuartel de retaguardia del Ejército iraní.He dicho cine pobre y lo exacto es decir pobrísimo. Lo pagó, a lo largo de casi dos años, el propio Kiarostami de su bolsillo, que no es precisamente el de Steven Spielberg. Nadie cobró una moneda por contribuir a hacer la película ni obtuvo más salario que agua, café y bocadillo a discreción. La primera y única copia de Sabor a cereza llegó sin talonar, con desajustes del continuo en el color en cada cambio de rollo, pues la cuenta corriente de Kiarostami quedó tan estrujada por el alquiler de la cámara y la compra de celuloide en negativo que, aunque la película se terminó hace cinco meses, todavía no ha reunido suficientes fondos para darle el acabado final en un laboratorio.
El problema está desde ayer resuelto, como también el de los porcentajes de ganancia del equipo de rodaje, porque Sabor de cereza tiene ya ofertas de compra en todo el mundo. No creará en lo cines las multitudinarias colas que hoy traza el vendedor de hamburguesas Bruce Willis con El quinto elemento, pero alguien en alguna parte, cuando dentro de décadas Willis, Besson y su (es un decir) película sean mondas calaveras de nombre completamente olvidado e irrecordable, seguirá hablando y hablando de Kiarostami y Sabor de cereza. No es mucho, pero al menos es algo aquí, entre tanta nada.
Sabor a cereza cuenta un cuento triste: un hombre solitario se da cuenta al cumplir 50 años de que seguir estando en el mundo carece para él de sentido y decide quitarse la vida. Quiere morir, pero no quiere que descuarticen su cuerpo con una autopsia en un laboratorio forense, sino que lo entierren como a cualquier muerto común. No ama ya la vida, pero conserva el orgullo por su condición humana y quiere preservarla. Así que monta en su coche y sale al camino en busca de alguien que quiera: enterrarle una vez que se haya dado muerte.
Y ahí comienza esta amarga (como amargo es el sabor de la cereza verde) y sublime peregrinación de un hombre digno en busca del último gesto de dignidad que le queda por hacer: seguir poblando, desde debajo de ella, la tierra que amó. Dolorosa metáfora, envuelta en un lirismo de estremecedora belleza pero al parecer no digerible por los dirigentes de un mísero e infortunado país, que padece una de las más altas cifras de suicidios de todo el mundo.
Pero hay censores (aunque pocos) no totalmente imbéciles y alguno de ellos debe ser iraní. Porque esta metáfora trágica esconde, debajo de su sencillez absoluta, dinamita moral que habrá puesto los pelos de punta a quien sepa ver cine en su país. Es una obra aparentemente abstracta, tocada por un aire de intemporalidad y de destierro, pero en realidad de extraordinaria concreción contra lo que dispara: lo abominable iraní o español o de cualquier país del mundo. Y el poder siempre se siente ofendido ante la presencia de un verdadero hombre libre.
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