Contra las patrias
Hay libros que vienen a ser como el alimento; otros son como piedras, algunos se parecen a los vericuetos inútiles, a los crucigramas, y hay libros que aparecen en el momento preciso, como si una convocatoria unánime los estuviera pidiendo porque hacen falta; son, en efecto, necesarios para respirar, para vivir, para sentir de nuevo el latido propio en las palabras ajenas. Libros con los que uno manifiesta el acuerdo entusiasta, textos que parece que uno debía haber escrito porque respiran como nosotros y porque estando ya sobre el papel parecen tan inmortales como nuestro propio deseo para la existencia. Decía Juan Rulfo que por todo esto escribía lo poco que escribió: por leer lo que él consideraba necesario tener en su biblioteca, para no estar solo, para vivir en la literatura, que era el único lugar en el que no escuchaba ruidos. Así nació Pedro Páramo. Pasa también con mucha de la escritura de los poetas de siempre -César Vallejo, Rilke, Pablo Neruda- que parece que han escrito porque existimos nosotros, los que luego les vamos a leer como si en ello nos fuera la vida propia, como si sus palabras hubieran nacido para salvarnos individualmente a cada uno de nosotros de cualquier catástrofe, de ciertas agonías. Cuando apareció Rayuela, de Julio Cortázar, por citar uno de esos libros en los que uno creyó haber llegado del cero al infinito, muchos de nosotros vivimos enfundados en las camas descritas por el novelista argentino, fumábamos como sus personajes, éramos herencia cotidiana de sus palabras. Pasó con La náusea, de Sartre; con Tres tristes tigres, de Cabrera Infante; con El extranjero, de Albert Camus; con La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; con Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; con Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé; con El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano... A todos les habrá pasado con libros diferentes, pero es cierto que mientras leímos esas historias ajenas vivíamos con la ilusión ensimismada de haber sido nosotros no sólo los autores sino los soñadores, los propios protagonistas de esas historias habitadas por fantasmas que también tenían nuestro rostro. Hay libros así, necesarios en sí mismos, que luego vuelven y ya son otros en la mesilla de noche, corno si nosotros mismos, con la edad de antes, nos viniéramos a visitar. A veces esas visitas son saludables; por ejemplo, en fecha reciente regresó Albert Camus, con toda la carga de poesía y puñales que tienen sus novelas y sus ensayos, esa extraña ternura -indignación y ternura, inteligencia que parecía fortaleza y que dio de sí uno de los espíritus más libres y más civilmente comprometidos de las últimas décadas. Libros, y autores, que regresan en efecto para explicarnos a nosotros mismos que ha valido la pena la experiencia, que aquel no es un deslumbramiento juvenil, sino que aquellas literaturas pasaron a formar parte de veras de la propia piel de nuestra alma, que estamos hechos de esos sueños ajenos y que no somos otra cosa que su herencia y su consecuencia natural.Ahora regresa entre nosotros un libro saludable; una especie de panfleto contra el todo en que se, ha convertido la vida cotidiana de España de las patrias: Contra las patrias, de Fernando Savater. Savater escribió este libro en Euskadi,donde más le duele. Los que no han vivido en el País Vasco pueden tener la tentación de acudir al tópico para hablar de esa tierra memorable. En ese territorio hay vida y conflicto, y esta misma semana hemos visto algunas de sus más perversas aristas; en medio de esa vorágine, contemplándola y comprometiéndose con ella y frente a ella, ha'vivido Fernando Savater, y consecuencía comprometida de su reflexión han sido la mayor parte de los textos que ahora ha resucitado esta nueva edición de Tusquets Editores de un libro que cuando apareció por primera vez,
en 1984, ya fue en efecto un panfleto. Ahora ya no se lee exactamente como un panfleto, sino como una reflexión rabiosa y desencantada. Tiene la virtud Savater de hacer una literatura del sentido común: eso que dice parece que ya lo hemos pensado, pero él lo ha dicho y a nosotros no da el argumento obvio, las palabras de la sensatez. Dice Savater que muchas cosas, en esta década y pico de vida, han ido mejorando, pero muchas otras se han estancado, se han hecho viscosas y difíciles. Y entre estas últimas está sin duda el rebrote irracional de la proliferación de las patrias, con sus símbolos y sus desdenes. Decía Jorge Luis Borges, y eso está puesto al principio del libro de Savater, que "la patria es la menos perspicaz de las pasiones", y esa pasión tan poco perspicaz es la que está polarizando hoy como nunca el debate nacional, la conducta de los ciudadanos, y está poniendo de nuevo en el horizonte de la vida la mezquindad como pretexto, la bandera y el regimiento como garantes del progreso y de la vida en común. El lo ha vivido en Euskadi, otros lo habrán vivido en latitudes distintas - Cataluña, Canarias, Extremadura, Andalucía, Cartagena, Comunidad Valenciana...- y desde ese territorio que con tanta fuerza defiende y añora el autor del Panfleto contra el todo vuelve a advertir contra el riesgo que vivimos: no se trata sólo de que estamos condenados a vivir en la parroquia sino de que no queremos que vivan en la parroquia los que no están de acuerdo con nosotros. Se han llenado la boca con la patria y no sé si fue Neruda el que lo dijo: patria, palabra horrible como teléfono o ascensor. Con el debido respeto, desde la pasión -bien perspicaz, por cierto- que lo domina, Savater grita aquí otra vez contra ese concepto que excluye todos los demás - "les vamos a machacar"- y que ya parece una planta que donde crece pretende dominar con su verde chillón todos los restantes colores del verde. No es un libro sobre Euskadi, ni sobre Cataluña, ni siquiera sobre España. Es un libro a favor de la vida en común, de la posibilidad de que en efecto algún día la patria sea sólo, como quería Séneca -también está en el libro- cualquier sitio donde uno esté bien. Un panfleto, claro, para que nos sintamos vivos. Y acompañados.
Babelia
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