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Tribuna
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El deseo atrapado por la cola

¿Hay un Picasso no erótico? ¿Algún momento o periodo de la compulsiva marea de la creación picassiana en el que aparezca por entero aletargada, pudorosamente sumergida, la potencia de Eros? No, desde luego. Y no me refiero sólo a la presencia explícita del abrazo amoroso ya desde los dibujos del 1900, o al hecho de que cambiara de arriba a abajo la suerte de la pintura contemporánea con el retrato colectivo de las señoritas de un burdel de la barcelonesa calle de Avinyó. Mucho más lejos, esa trayectoria torrencial que entreteje, de modo inexplicable, obra y vida, se toma de continuo minucioso y explícito relato cotidiano de los avatares del deseo, en la pasión que violenta, con despiadada ternura, el desnudo femenino, que disecciona el rostro de la amada o se encarna asimismo en la melancólica alegoría del minotauro.Es cierto, con todo, que suele destacarse también de ese flujo incesante la obsesiva insistencia e impúdica literalidad, que los asuntos eróticos cobran en el Picasso más tardío, el de los lienzos con mosqueteros acompañados de damas que ofrecen su sexo como una cuchillada infligida de un golpe de pincel, o el de esos soberbios grabados de celestinas y escenas de burdel, en los que el artista establece a menudo un diálogo, casi privado, con la serie de monotipos prostibularios de Degas que tan orgullosamente guardaba en su colección personal. Y si no es, el de ese fulgurante ocaso, el único Picasso erótico, sí es, tal vez, el más extrañamente conmovedor, poniéndose sin recato alguno el mundo por montera, por igual en la desgarrada desmaña de la forma y en esa crónica de la fuga sin fin -por usar una imagen de su obra literaria- en pos de la inalcanzable cola del deseo.

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