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LA MUERTE DE CLAUDETTE COLBERT

"Champaña en las venas"

Uno a uno, los pocos rostros identificadores del viejo Hollywood que quedan se van escondiendo discretamente (son muy ancianos y están de vuelta de la atracción de los focos) detrás de las pantallas. El último en irse por ahora es el de Claudette Colbert, aquella muchacha de ojos negros, grandes, saltones a lo Betty Boop, que detrás de una falsa bizquera disparaba, por encima de la boca pintada a lo piñón, una mirada burlona que encandiló a medio mundo durante todos los años treinta y algunos de los cuarenta, tiempo éste en que la cara se le fue poniendo poco a poco seria y condujo a la actriz desde la picardía de prototipo de amante francesa (era definida así: "Tiene champaña en vez de sangre en las venas") a la gravedad de una mamá americana de alcurnia. En títulos redondos: de Sucedió una noche, a Parrish; de Medianoche, a Desconfianza.El célebre toque francés que le adjudicaron los laboratorios de estrellas en su primera época estaba un poco cogido por los pelos, más o menos como ocurría con el aire español que soplaron en Margarita Cansinos, luego convertida en Rita Hayworth. Ciertamente, Lily Claudette Chauchoin nació en 1905 en París, pero a los ocho años ya era una escolar neoyorquina, y a los quince había olvidado el idioma materno francés y era una estudiante de decoración en Manhattan que tres años después entró, con su carpeta de dibujo bajo el brazo, por primera vez en las bambalinas de un escenario de Broadway para decorarlo, y salió de él meses después convertida en actriz.

Corría 1923 y faltaban cuatro años para que un imaginativo gagman de la fábrica de risas Hal Roach de Hollywood (éste con sello italiano) llamado Francesco (Frank) Capra la cazase en escena y la enrolase en una película muda que preparaba: un fracaso titulado Por el amor de Mike, del que sólo se salvó ella: no porque actuase bien, sino porque la cámara descubrió imán y elocuencia en su rostro atípico e imperfecto para los cánones de aquella época de caras chupadas: demasiado ancho y prominente en la zona de los pómulos pero que funcionaba por decreto de una fortísima y pegadiza fotogenia. Su simple presencia creaba ese indefinible bienestar del espectador que le hace abrir de par en par la sonrisa boba. Y es esa presencia y su irradiación lo que decide la existencia de la estrella, por lo que Lily Claudette, sin apenas idea de lo que era actuar, saltó en un par de años al colmo de la sofisticación, nada menos que encarnando a Popea (El signo de la cruz, 1932) y a Cleopatra (Cleopatra, 1934).

Por suerte, el espejismo (su mirada ávida, burlona y con un suave desvío estrábico hacia lo depravado) pasó pronto y, otra vez Capra, en ese mismo 1934, ahora en vena celestial, la secuestró en los encajes de Sucedió una noche, mano a mano con Clark Gable, y ambos se metieron en el bolso, además de un oscar, al planeta entero. Y la solemne viciosa comemachos de aquellas películas megalómanas de Cecil B. DeMille se convirtió de la noche a la mañana en una llana, directa y eficacísima comedianta capaz de llanar de excepcionalidad a la mujer común que llevaba dentro y que llenó de verdad comedias perfectas como La octava mujer de Barba Azul (donde le dio alas el mágico toque berlinés de Ernst Lubitsch), Medianoche (dirigida por otro mago, Mitchell Leisen), Zaza (dirigida por el álgebra escénica de George Cukor) y Un marido rico (dirigida por el inmenso Preston Sturges).

Esta última película es de 1942, y Claudette Colbert, rozando ya la cuarentena, tuvo lucidez para percibir el momento de dar un giro a su carrera (fue una mujer independiente e incluso con los estudios Paramount, que la encumbraron, se guardó de caer en servidumbres), ya presagiado en 1939 por su trabajo con John Ford en Corazones indomables. Se encarriló hacia el drama y el melo, y, en 1950, una fractura la condujo a un hospital cuando estaba a punto de dar carne (dirigida por el genial Joseph L. Mankiewicz) a la Margo Channing en Eva al desnudo. Bette Davis la sustituyó por la puerta de urgencia, y por fuerza tuvo que estar toda su vida agradecida a aquel accidente casero que inmovilizó a Claudette Colbert y la movilizó a ella.

El resto de la aventura profesional de esta mujer se resume en su inteligencia para adaptar sus actuaciones al aumento de sus anos; y en el vencimiento de la terca nostalgia de Broadway que siempre proclamó desde Hollywood. Volvió al teatro a mediados de los setenta, y la plenitud que no alcanzó en los escenarios neoyorquinos en su aprendizaje la encontró en su jubilación; y con ochenta años cerró su carrera en las tarimas con creaciones escénicas de fuste, que quienes vieron no olvidan.

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