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La solera de los festivales británicos

La fiebre del oro se apodera de los aficionados musicales durante estas fechas todos los años. El oro esperan encontrarlo en la bondad milagrosa de una interpretación musical. Viajan, por tanto, en busca de su particular Grial a los lugares sagrados de Centroeuropa -Salzburgo, Bayreuth-, y olvidan la mayor parte de las veces al Reino Unido. Sin embargo, el trio formado por los populares Proms de Londres, la exquisitez de la ópera en Glyndebourne y el espíritu innovador del Festival de Edimburgo puede colmar las expectativas más deseadas.Hablamos de viajes exteriores, claro. Los viajes interiores pueden surgir donde menos se lo espera uno. Por ejemplo, en el cine. Hay que rendirse a la poesía con que Buñuel utiliza la cuarta sinfonía de Brahms en Las Hurdes, pero sobre todo al escalofrío del dúo Celeste Aída que entonan Tomasa y Carmelo en la asombrosa película La mujer del puerto. En solamente unos instantes hay más humanidad y comprensión sobre el conocido título verdiano que en cualquier montaje faraónico. A Arturo Ripstein alguien debería decirle con urgencia que se haga cargo de la dirección de escena de un melodrama verdiano.

Proms, Glyndebourne, Edimburgo, decíamos. Son tres manifestaciones con solera, complementarias, y dan respuestas diferentes: los Proms satisfacen el vacío musical de la gran ciudad en época estival; Glyndebourne incita al idilio en su combinación de excursión campestre y ambiente elegante; Edimburgo, en su festival oficial y en el fringe paralelo, es una apuesta por la fantasía.Los Proms celebran este año su edición 102. Tienen nuevo director, Nicholas Kenyon, y hasta nueva imagen en el programa. Desfilan por el Royal Albert Hall primerísimas orquestas -Filarmónica de Berlín, Sinfónica de Chicago, Filarmónica de Nueva York- y las estrellas más cotizadas de la dirección -Abbado, Solti, Barenboim, Harnoncourt-. En sus 72 conciertos hay desde música india hasta ópera semiescenificada (Don Carlos con Haitink; la reciente Lulu de Glyndebourne, con Davis), desde maratones Stravinski (qué día el 11 de agosto) hasta conciertos familiares. Tiene mérito la atención que este año dedican a Falla (cinco días) y a Gerhard (tres). Capítulo aparte merece la última noche (el 14 de septiembre), explosión colorista y desenfadada de un público único en un clima festivo inigualable.

A Glyndebourne se va a escuchar ópera (hasta el 25 de agosto) y a cenar en la hierba, con vacas y ovejas pastando en las laderas vecinas. El cocinero Michael Smith ha editado un libro de picnics para Glyndebourne muy gracioso. Los hay románticos para tomar junto al estanque de nenúfares, para días de frío, para los que vienen en tren, con un toque mediterráneo. Condición indispensable: vajillas de tradición inglesa y vasos de cristal para el champaña o el vino, mayoritariamente franceses. Dos japonesas se descuidaron hace unos días y llevaron platos de papel, qué insolencia en el país de Jane Austen, tan pletórico de sense and sensibility.

El Festival de Edimburgo (del 11 al 31 de agosto) está de fiesta este año: es su 50 temporada. Al ser el benjamín de la familia, es el más atrevido. Fusionan ópera y danza -Gluck visto por Pina Bausch y por Mark Morris-, traen el montaje de Houston realizado por Bob Wilson de la ópera Cuatro santos en tres actos, de Virgil Thomson, organizan interesantes conciertos alrededor de Haydn, Brahms, Kurtag y Nunes, estrenan la ópera Inés de Castro, de McMillan, e invitan a Peter Stein para que dirija o Vania. También participan orquestas como las de Cleveland o Nueva York, o directores como Abbado y Sanderling, pero pasan más desapercibidos ante el atractivo de lo novedoso.

¿Encontrarán nuestros inquietos aficionados el oro musical en el Reino Unido? Estímulos no les van a faltar.

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