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La voz hecha luz

Ella Fitzgerald era la última superviviente del triunvirato completado por Billie Holiday y Sarah Vaughan, las tres voces femeninas más importantes del jazz. Frente a la amarga ironía y profundo sentido dramático de Billie, y al apabullante virtuosismo técnico y expresivo de Sarah, Ella proponía una voz luminosa y vital, eternamente joven y pletórica de swing; siempre dejaba un resquicio al optimismo, aunque la canción contase la historia más sombría y desesperanzada.Entre su primera grabación con la orquesta del entrañable batería Chick Webb en junio de 1935 y la última en 1992, media una impresionante serie de discos considerada como una de las más valiosas y sin duda la más larga firmada por un artista popular: un personaje de Guinness en cantidad y calidad. Nunca intentó comercializar su música, pero vendió más de 25 millones de discos, cifra sólo comparable a las alcanzadas por algunas estrellas del pop. Su exhaustivo repaso al cancionero de Cole Porter, George Gershwin, Irving Berlin y otros emblemáticos compositores populares, reeditado hace tres anos en un colosal estuche, supone un jalón trascendental de la música norteamericana y una referencia ineludible para cualquier vocalista que pretenda enfrentarse a este exigente repertorio con un mínimo de rigor.

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Los seguidores de su faceta estrictamente jazzística guardarán ahora con redoblado cariño aquellas celebradas grabaciones en directo de Berlin o los exquisitos dúos con los pianistas Ellis Larkins y Paul Smith. Escucharla cantar Black coffee junto a este último constituye una experiencia inolvidable y casi, casi obligatoria.

Se la escuchó por última vez en España el 19 de julio de 1983, en la 7ª edición del Festival de Jazz de Vitoria. A sus 65 años seguía encarnando a la antidiva, humilde y perfeccionista, como si todavía no estuviera muy segura de sus portentosas cualidades vocales. Su voz danzaba ante la audiencia con la agilidad propia de una adolescente, la misma que confirió en los años treinta dignidad artística a una canción tan trivial como A tisket a tasket: un milagro.

En julio de 1990 debió suspender el concierto previsto en el Festival de La Haya. Su frágil salud empezó a lanzar señales de alarma, y a principios de 1993 el promotor Norman Granz anunció el temido final artístico. Quienes han convivido con ella estos últimos años han relatado asombrados la entereza de ánimo de la cantante: prácticamente ciega y recluida en una silla de ruedas, aún agradecía el don de una voz maravillosa y una sensibilidad expresiva sin fondo.

Iba para bailarina, pero la fortuna nos regaló una infatigable y lúcida modeladora de palabras en el espacio. El guitarrista Barney Kessel lo explicó mejor que nadie: "Su vida era una canción".

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