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46º FESTIVAL DE BERLÍN

Anthony Hopkins hace soportable el vacío y soporífero filme sobre la vida de Nixon

Dura película de Andrezj Wajda sobre las complicidades polacas en el genocidio nazi

Jornada de cine político con cara y cruz. Dio a cara el polaco, ya un clásico del cine europeo, Andrezj Wajda con Semana Santa,un amargo -y hasta ahora tabú- mazazo a la burguesía varsoviana que en 1944 asistió indiferente a la matanza que siguió a la rebelión contra las SS de los judíos del gueto de la ciudad y que en ocasiones echó leña (en rigor, carne) al fuego en aquel infernal genocidio. Y la cruz llegó con las insufribles más de tres horas de Nixon, que sólo la experta com posición de Anthony Hopkins y Paul Sorvino hacen medianamente soportable.

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Es más que probable que Semana Santa nunca llegue a estrenarse en España, pues además de que tiene un estilo muy austero no da facilidades digestivas a la galería. Es cine metafórico y con alta carga polémica contra el conservadurismo polaco (incluido el comunista) y es presumible que su resonancia sea sólo interior. Pero ahí queda que el viejo maestro Wajda -que tuvo un largo bache imaginativo durante el periodo en que puso su cámara al servicio del movimiento Solidaridad de Lech Walesa y Karol Woftyla- ha recuperado su perdida mirada de artista independiente, lo que no deja de ser una tautología: no hay manera de combinar arte con dependencia.De independiente presume desde siempre el estadounidense 0liver Stone, y lo fue, al menos en. parte, hasta que en JFK vio las orejas al lobo, pues tuvo -según cuentan y parece que él lo ha confirmado- un par de avisos procedentes de lugares preocupantes: mafias con uniforme y sin él, que parecen haber dado resultados. Su Asesinos natos fue una llamativa bajada de pantalones, que ahora en Nixon se completa con una bajada de calzoncillos que le deja con el culo al aire.

Cine falsario

La reconstrucción de la accidentada carrera política de Nixon -con incrustaciones completamente estúpidas de su vida íntima, a base de Edipo y Johnnie Walker- es un ejercicio penoso de cine falsario, hueco, enfático, retórico en el peor sentido e insufriblemente tedioso: un mangoneo en las entendederas del espectador y de sobrecarga de sus ojos con juegos de montaje, trucos digitales made in Forrest Gúmp y definiciones sumarias de individuos complejos, como H. R. Haldeman, mano derecha del presidente, que interpreta con ties de oligofrénico neonazi el pobre James Woods, que apechuga con un embolado de tal calibre que debiera hacerle pensar si Stone le tiene manía y ha ido a cargarse su hasta. ahora bien ganado caché de malo de película.

El invento donde gravita el guión de Nixon es un amaño candoroso: el presidente oye en su magnetófono los 18 minutos (que ordenó cortar) de la famosa cinta en que se autoimplicó en delitos de encubrimiento de asalto, en órdenes de espionaje a sus adversarios y de otras de sus monumentales chapuzas y, en las grietas que saltan entre botonazo y botonazo a los mandos del aparato, Stone introduce rememoraciones de trozos (o destrozos) de su vida, a través de un agolpamiento de sucesos personales y acontecimientos políticos de tal envergadura que necesitaría, para ser medianamente inteligible, 20 o 30 películas de la ofensiva duración de ésta, que es nada menos que tres horas y cuarto de tiempo perdido. O casi perdido, pues se sabe que en los basureros las amapolas se crecen y emergen vistosas. Es lo que le ocurre a Anthony Hopkins y, a su sombra, también a Paul Sorvino, que componen un Richard Nixon y un Henry Kíssinger físicamente creíbles. Y lo hacen sin esfuerzo, como lo que son, dos grandes comediantes capaces de sostener en una escena y a cuerpo gentil todo lo que les echen, con perfecta absorción de los gestos y los tonos de voz de los individuos verídicos que reconstruyen.

Por su parte, la infortunada Joan Allen carga con la tarea de hacer parecer viva a una Pat Nixon irremediablemente muerta y el resultado, con palabras bondadosas, es patético, aunque no alcanza el grado de desastre que sin riesgo se puede adjudicar -además de la citada reconstrucción de Haldeman por Woods- a la del director mariquita del FBI Edgar Hoover por Bob Hoskins, la del fontanero del Watergate Howard Hunt por Ed Harris, la del atildado abogado y soplón John Dean por David Hyde Pierce y prácticamente el resto del oceánico y confundido casting, que convierte a Oliver Stone en genocida del reparto de su (es un decir) película.

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