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El poeta tocado por la magia

Ser un poeta significaba para Robert Graves (1895-1985) afrontar una vida de riesgos emocionales, hundirse en la vorágine de incontrolables y, a menudo, prohibidos sentimientos. Su vida y su obra forman una intrincada maraña especialmente atractiva para biógrafos y admiradores. En este año en que se cumple el centenario de su nacimiento, no menos de cuatro libros -uno de ellos, reedición de un texto de 1982- sobre su tortuosa peripecia humana han sido editados en su país natal, el Reino Unido. Además de ello han salido a la venta una recopilación de sus escritos sobre poesía y una selección de sus poemas, a los que, probablemente, se unirá algún otro texto antes de que finalice el año.Graves, nacido en el seno de una estricta familia de origen anglo-alemán-irlandés, vivió hasta bien entrada su juventud sometido a la dominante moral puritana de su madre. Su posterior etapa en un internado de Surrey (Charterhouse) no contribuyó precisamente a favorecer una idea natural del sexo, lo que dificultaría para siempre sus relaciones con las mujeres. Combatiente -y dado por muerto en la Primera Guerra Mundial, ya en su prematura nota necrológica publicada en The Times, figuraba como un joven poeta. Identificado como el poeta del amor por críticos y admiradores, Graves vivió durante buena parte de su larga vida literalmente en las garras de una complicada mujer, la poetisa norteamericana Laura Riding. Con ella inició una tortuosa etapa en la Mallorquina localidad de Deiá -donde transcurriría la mayor parte de su vida-, tras abandonar a su- esposa Nancy Nicholson y a sus cuatro hijos, y de ella lograría separarse finalmente para encontrar una relativa calma y paz en los brazos de su segunda, esposa, Beryl Pritchard, con la que tuvo otros tres hijos.

Pero el viejo Graves estaba condenado desde la infancia a ser una víctima de su incapacidad para ver en las mujeres a meros seres humanos. Su idealización de sí mismo y del eterno femenino le convirtieron en un ser vulnerable, perseguidor de jóvenes diosas, una vez liberado del genio dominante de Laura Riding. Por ella, no obstante -en un desesperado intento de ganar dinero para mantenerla-, escribió las que serían sus obras más conocidas, las novelas sobre el emperador Claudio, llevadas con espectacular éxito a la pequeña pantalla.

El resto de su larga producción, desde su libro de memorias Adiós a todo eso hasta su obra La diosa blanca, quedaría con el tiempo eclipsada por la fascinante historia de Claudio, llena de resonancias de su propia vida. De alguna forma, en medio de toda la eclosión editorial que ha motivado su centenario, son las viejas y nuevas biografías las que resultan más atractivas al lector. Todas ellas, desde la sencilla historia de los años en Mallorca escrita por su hijo William Graves, hasta la más compleja biografía escrita por Miranda Seymour, rezuman interés. Todas están tocadas por el espíritu de una vida que se desarrolló a menudo al borde del abismo.

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