Fiestas a la carta
En Pamplona, los custodios de las esencias sanfermineras, que son legión, pertenecen a dos bandos irreconciliables entre los cuales no cabe término medio: enciclopédicos y silentes. Los primeros, capaces de impartir un alto curso de doctorado o de escribir eruditísimos tratados acerca de lugares, costumbres, tipos, historia, cánones festivos y demás pormenores de los sanfermines, niegan la posibilidad de disfrutarlos a quienes no estén en el secreto de tan abundosa ciencia. Los segundos aparentan haber llegado a tal extremo de comunión mística con los festejos que a la primera pregunta del visitante responden con un elocuente: "Es que los sanfermines no se pueden explicar", para acto seguido sumirse en un silencio impenetrable muy elegante y muy enigmático.No le toquen ya más, que así es la fiesta. Buena parte de sus tradiciones no son tales, sino invenciones recientes asimiladas de buen grado por una ceremonia permeable y esponjosa que cambia tanto como perdura. Una fiesta que antaño se celebraba en octubre, y no en julio, por ejemplo. El txupinazo inaugural es una feliz ocurrencia de los años cuarenta; las fotografías de los. encierros de entonces muestran a los corredores vestidos con terno gris, boina calada y zapatillas con suela de esparto, y entre ellos apenas si puede verse a algún extravagante vestido de lo que hoy se considera uniforme imprescindible, ese blanco y rojo que parece sacado de figurantes de zarzuela; la concurrida procesión del santo, el día 7, era hasta hace tres décadas un acto casi recoleto y el personaje más célebre del castizo tendido de sol resulta ser un señor de Murcia que viene a pasar sus vacaciones entre las peñas con smoking y chistera. Y al revés: el alocado Riau-riau de las vísperas se ha suprimido y la mítica casa Marceliano pasó a mejor vida para desolación de yanquies lectores de Hemingway, del mismo modo que pronto desaparecerá el encierrillo nocturno porque las excavadoras ya rondan en torno a los corrales del Gas para convertirlos en viviendas sociales. El secreto está en resistirse a admitir que no hay quintaesencias inamovibles ni ritos seculares.
O tal vez sí. Todo consiste en creérselo y sostenello contra viento y marea, a despecho de historiadores y sabelotodos. Los sanfermines son un estado mental, una disposición del espíritu, una invención de la conciencia colectiva donde cabe casi todo. Ese retablo de enormidades se sostiene en dos pilares inamovibles, que son el encierro y el vino. Aunque la carrera matutina se vaya convirtiendo en un espectáculo para las cámaras, y los caldos de la tierra reculen ante las acometidas del cava, la cerveza y ese brebaje que llaman kalimotxo, queda en el aire de julio un rumor de riego y de farra, de locura y ebriedad que -este sí- resulta difícil de extinguir y mucho más de imitar. Sobre esta sólida base se asientan después otros incontables elementos, diversos y contradictorios como infinitas son las formas de vivir los sanfermines: una constelación de sensaciones donde se agolpan la música de charangas, los olores a pitanzas varias, a churros de la Mañueta y a orines derramados por las aceras, el esplendor de la yerba de tantos parques donde yacen bultos durmientes, la ingenua estampa de los cabezudos -kilikis- o las primorosas dianas mañaneras ejecutadas por la banda de la Pamplonesa que, por cierto, este año cumple los 75. Dejémoslo así: los encierros, el vino... y el resto, fiestas a la carta.
José María Romera es catedrático.
Babelia
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