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La construcción de Dios

Antonio Elorza

Hay religiones, como el islam, cuya aparición histórica y contenidos quedan estrictamente acotados en el tiempo. La revelación hecha por Alá a Mahoma es un proceso único e irrepetible, que, como máximo, puede enriquecerse a través de la interpretación, en la variante shií. En cambio, el cristianismo resulta de una prolongada evolución en el tiempo, con un antecedente integrado, el Antiguo Testamento, a su vez corpus de otra creencia religiosa (el judaísmo) y con una elaboración subsiguiente a cargo de un agente de producción doctrinal: la Iglesia.Así, el Dios del catolicismo fue, primero, una invención en el seno el pueblo hebreo, y luego, el resultado de una trabajosa identificación, sembrada de conflictos en tomo a las definiciones dogmáticas, desde los discípulos inmediatos de Jesús hasta los dos últimos siglos. Sirva de ejemplo la propia configuración de la divinidad. Aunque los mimbres del cesto se encuentren en san Pablo, el hecho es que el dogma central del cristianismo, el de la Santísima Trinidad, no aparece como tal ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, correspondiendo la primera mención del término. a Teófilo de Antioquía, a finales del siglo 11, mientras la elaboración del dogma sólo tiene lugar en el siglo IV, bajo el influjo directo de la filosofia neoplatónica. No es una excepción: Jacques le Goff ha mostrado con precisión cómo tiene lugar a lo largo de siglos el nacimiento e integración de un elemento tan específico de la creencia cristiana como es el purgatorio. Y en un libro reciente, El nacimiento de Dios, Jean Bottéro examina para el Antiguo Testamento los momentos centrales de definición de la doctrina (donde, por supuesto, falta del todo la Trinidad, evocable sólo a través de los ángeles que visitan a Abraham, la llamada "Santísima Trinidad del Antiguo Testamento" de la iconografía oriental). La invención del Dios único, inmaterial y omnipotente, situado a un tiempo fuera y por encima del cosmos, corresponde sin duda a Moisés, en el siglo XIII antes de Cristo. Moisés codifica además en un decálogo el conjunto de obligaciones que ligan ante ese Dios el comportamiento de su pueblo. Queda fijado el principio de responsabilidad que en elaboraciones sucesivas acaba personalizándose, centrándose en la relación entre el hombre y Dios, con lo cual se perfila otra noción capital, la del pecado, en un cuadro de relaciones de radical asimetría, conforme diseña dramáticamente el libro de Job.

De hecho, la acumulación de preceptos y dogmas con el correr del tiempo confiere al catolicismo una clara dimensión de historicidad, así como la apertura de márgenes amplios para fijar posiciones a partir de tan compleja tradición. Incluso sin rebasar los linderos del dogma, han cabido en él opciones tan dispares como la de potenciar la imagen del hombre como ser libre, que no ha perdido su condición de criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, o la contraria, de limitar en la práctica la asociación entre el hombre y el bien al momento fundacional del paraíso, para convertir el resto de la historia humana en una prolongada repetición de la Caída, que sólo la obediencia total a la de Dios (es decir, a la Iglesia) puede remediar.

No constituye simplificación alguna estimar que la primera orientación parecerá imponerse en la Iglesia católica a partir de Juan XXIII, culminando en las encíclicas Mater et magistra y Pacem in terris, mientras la segunda prevalece en el último pontificado, con punto de llegada en el reciente Catecismo. Los protagonistas son los mismos: los puntos de referencia dogmáticos no se han alterado, pero la combinatoria produce resultados casi divergentes, que en el fondo responden a una concepción no menos diferenciada de las relaciones entre el hombre y la divinidad. No es casual que las dos encíclicas mencionadas sean objeto sólo de un total de cinco referencias en el texto del nuevo Catecismo, por más de setenta en el Apocalipsis y varios cientos de las epístolas paulinas. La fijación de la doctrina se aparta de los problemas del presente y opta resueltamente por la tradición. Paralelamente, la Iglesia-organización recupera su protagonismo -frente a las referencias compartidas a sacerdotes laicos, tan frecuentes hace tres décadas-, y el laico es retrotraído a su papel anterior de acólito, esto es, literalmente, de compafiero de viaje del actor principal de la vida religiosa.

Más que de construcción, habría que hablar en este caso de reconstrucción del concepto de divinidad y de religión dominante hasta la renovación de los años sesenta. En el fondo del Catecismo, como piedra angular de un conjunto muy coherente, reaparece la concepción antropológica pesimista, que condena todo ensayo de historia humana autónoma y que acepta el hecho de la libertad únicamente como primera fase de un discurso cuyo eje es el pecado. "La Escritura revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencias del pecado original". "Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el honibre". "La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad". Y así, una y otra vez.

De ahí la extrema dificultad para encarar los problemas actuales, superando la barrera defensiva que traza esa concepción del hombre, continuamente acechado por el Mal. En la perspectiva descrita por las encíclicas de Juan XXIII, la actualización de la doctrina de la Iglesia resultaba una necesidad, ya que se trataba de que la misma fuera "conocida, asimilada, traducida en la realidad social". En el Catecismo, esa pretensión queda bloqueada al presentar la realidad como un repertorio de peligros para el alma cristiana. "Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres -advierte el texto oficialconfieren al mundo en su conjunto una condición pecadora". Los efectos de este enfoque son particularmente visibles en temas como la consideración de la vida humana, contemplada exclusivamente desde el ángulo negativo del quinto mandamiento, y con una especial atención al apartado polémico de la oposición al aborto, que recibe un tratamiento mucho más extenso que cualquier otro aspecto. De la toma de posición defensiva se deduce la legitimidad del "recurso a la pena de muerte, en casos de extrema gravedad", prescripción lógica si se juzga el castigo terrenal como una facultad de la autoridad, instrumento de Dios para la restauración del poder vulnerado por la falta con medios proporcionales al alcance de ésta. Es la antigua lógica del código de Hammurabi. Y tampoco ha de extrañar la ausencia en el apartado de toda reflexión sobre los efectos que el crecimiento demográfico pudiera tener sobre la vida del hombre en el planeta. Los anticonceptivos suponen, en explicación ininteligible de este Catecismo, "una falsificación de la verdad interior del amor conyugal" (sic). Los términos población y ecología están ausentes del índice temático del Catecismo, lo mismo que democracia. La propia ciencia es también fuente de peligros -como los intentos de intervención en el patrimonio genético-, sobre todo porque puede implicar la pretensión de un conocimiento fundado exclusivamente en la razon humana. "La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento huinano'," y éste sólo será válido si se subordina a los valores morales definidos por la Iglesia y a la palabra de Dios, la cual tampoco podrá ser analizada desde una perspectiva laica o histórica: "Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia". El argumento de autoridad impera sin reserva alguna. Así, por buscar un ejemplo significativo, el científico católico debería refrendar la idea de que la muerte humana tiene por causa el pecado original.

Queriéndolo o no, el Catecismo promulgado por Juan Pablo II devuelve los planteamientos de fondo de la Iglesia a la estrategia de confrontación con el mundo moderno que presidiera

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La construcción de Dios

Viene de la página anteriorla acción del catolicismo militante desde el Siglo de las Luces hasta bien avanzada la era contemporánea. Sin la guía constante de Dios (es decir, de la Iglesia), el hombre 6stá condenado a sucumbir a los asaltos de un entorno marcado, como él mismo, por la inclinación al mal. La autosuficiencia de la razón humana es un enemigo declarado de la única vía posible de salvación, "la vida en Cristo". Claro que los efectos de ese repliegue no tienen por qué revestir hoy el alcance del pasado. Simplemente, la Iglesia abandona el ensayo de incorporación a la perspectiva optimista del "progreso de los pueblos" y prefiere construir un recinto amurallado, consagrando frente a la historia la validez de su tradición. Se ha dicho humorísticamente que este nuevo Catecismo, arrancando del Concilio Vaticano II, había ido a parar al espíritu de Trento. Tal vez sería más adecuado hablar de un retorno a Yahvé, a la imagen de un Dios que impone a su criatura su poder, omnicomprensivo e ilimitado, fijando ese dominio sobre la noción central del pecado. La ventaja para el hombre de hoy es que, a diferencia de siglos anteriores, puede en gran medida prescindir de los efectos de semejante coagulación doctrinal.

En cuanto a los cristianos perseverantes, siempre cabe evitar esta selva oscura de misterios y citas rebuscadas, ángeles y diablos, insuficiencias y argumentos de autoridad, pecados y más pecados, recuperando la visión del mundo que exponía la Pacem in terris: los progresos de la técnica prueban que en el universo reina un orden espléndido y "también la grandeza del hombre que descubre tal orden y crea los instrumentos idóneos para apropiarse de esas fuerzas y emplearlas en su servicio". La fe en Dios encontraba entonces un firme apoyo ahora perdido: la fe en el hombre.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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