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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nostalgia psicodélica

Marti MarweinGalería Anselmo Álvarez. Conde Aranda, 4, Madrid, del 15 de diciembre de 1992 al 23 de enero de 1993.

Como una retrospectiva que abarca 35 años de continuado trabajo artístico, entre 1957 y 1992, además de con una profusión de obras que asombra en una galería privada, esta exposición de Mati Klarwein (Hamburgo, 1932) no sólo nos permite contemplar la obra única de uno de los más populares especialistas en el diseño de imágenes gráficas para su reproducción masiva, sino enfrentarnos, no sin melancolía generacional, con el mundo psicodélico de la cultura juvenil de los sesenta. Matí Klarwein, en efecto, se hizo célebre gracias a sus portadas de discos y carteles anunciadores de los más importantes grupos musicales pop -Jimí Hendrix, Brian Eno, etcétera-, corno nos lo recuerdan nuestros periódicos.Esta circunstancia ha hecho que se haya presentado por parte de estos medios la actual exposición de Marwein como si lo polémico de la misma consistiera en la legitimación estética de una obra procedente de la cultura popular, en el doble sentido de su difusión masiva y de haber sido técnicamente concebida para su infinita reproducción mecánica, lo cual, desde mi punto de vista, además de un error, no deja de ser ciertamente paradójico, porque, desde la perspectiva sociológica del éxito, que es casi el único criterio por el que se rigen hoy en día los medios de masas para tratar temas artísticos, este tipo de obra no sólo está -y en exclusiva- legitimada de antemano, sino que el debate estético entre el valor imputable a la obra única y a la mecanizada múltiple data de hace más de un siglo, repuntó en la década de los treinta de nuestra actual centuria y realmente se zanjó precisamente en los sesenta.

Así pues, lo estéticamente polémico de la obra de Mati Marwein no puede consistir en eso, ni, desde luego, hace falta que los medios de masas adviertan al público, que lleva consumiendo masivamente sus imágenes, que éstas son artísticas, sino, en todo caso, por qué lo son, si lo son, y en qué medida, al margen de si se trata de un original único o se han tirado millones de copias. Al fin y al cabo, parece que olvidamos que los grabados de Durero, por citar un ejemplo bastante añejo, obtuvieron una unánime aceptación artística durante cinco siglos consecutivos.

Pues bien: lo que hace Klarwein tiene formalmente que ver con el realismo óptico contemporáneo, esa técnica pictórica basada en la amplificación visual y el enfoque luminoso absolutamente influida por el desarrollo científico-tecnológico de nuestra manera de mirar y en qué cosas nos fijamos. Los ejemplos existentes en esta misma dirección fueron ya abundantísimos en el siglo XIX y, huelga decirlo, también en el XX. Por otra parte, el universo ¡cómico de Klarwein tiene asimismo una filiación estética muy determinada, que puede etiquetarse sin problema como arte psicodélico", una adaptación simplificada de cierta orientación del surrealismo de los treinta, la protagonizada por el Dalí que, en 1935, defendía el que se pintara de la forma más tradicionalmente realista las imágenes procedentes del pensamiento irracional: "Toda mi ambición en el plano pictórico consiste", escribió literalmente, "en materializar, con el ansia de precisión más imperialista, las imágenes de la irracionalidad concreta".

Con el añadido de unas gotas procedentes del posterior realismo mágico vienés, finalmente lo único aportado por la pintura psicodélica de los sesenta fue, todavía desde una perspectiva estrictamente formal, cierto cromatismo fluorescente, como de efectos especiales fotomecánicos. Y es que la pintura psicodélica, separada del sustrato cultural que la alimenta, del mundo que transmite sus imágenes, es artísticamente bastante irrelevante. Lo podemos apreciar en Klarwein: atrae por ese aroma retórico típico de los sesenta: sexo y mística oriental, iluminación a través de la percepción alucinada, culto al adanismo arcádico y a toda suerte de paraísos artificiales, concepción moral entendida como iniciación peregrina y exotista, etcétera.

Comoquiera que la mayor parte de los hombres maduros occidentales de hoy vivieron o conocieron en su juventud esta ideología, que simplificadamente denominaremos hippy, y que ésta forma parte, por tanto, de su identidad, este regreso al pasado mediante un precipitado artístico en estado puro como el que nos ofrece Klarwein produce las mismas suaves excitaciones nostálgicas que, por ejemplo, la audición de un disco de los Beatles.

Marwein ayudó a configurar este mundo y no es ése mérito pequeño, aunque no sea necesariamente un mérito artístico, que siempre resulta de mucha más lenta, compleja e indigesta asimilación social. Surgidas con sentido de la oportunidad social, no me cabe duda de que estas imágenes de Marwein seguirán teniendo éxito, aunque ahora sea a través del procedimiento de alta cultura de obras únicas, pues no en balde los jóvenes rebeldes de los sesenta son ya respetables ciudadanos establecidos.

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