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Tribuna
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De un decir general y otros síntomas

Desde 1976, mi actividad crítica, hasta entonces desarrollada con febril entusiasmo, se ha visto sorprendida por largos e intermitentes períodos de silencio que quisiera llamar reflexivo tal vez para convencerme de que no ha sido consecuencia de mi desconcierto o perplejidad ante los últimos derroteros de nuestra historia civil, y su consecuente interferencia en la creación literaria. Un silencio y una inactividad pública que -en realidad- tienen que ver con una carencia del instrumental necesario para continuar mi trabajo en este campo, donde amigos demasiado generosos me han otorgado siempre un pequeño espacio y una responsabilidad excesiva. Esos mismos amigos, a quienes su probada bondad les impide ver que las cosas ya no son como eran y que este ¿crítico? desconfía de aquellos mecanismos expresivos con los que hace años se desenvolvía sin esfuerzo, pero con la, inconsciencia propia de otra edad, por tan complejo e incierto laberinto.Verdad es que nuestra literatura no ha generado una respuesta eficaz ante el reto de la nueva etapa histórica que en aquel mismo año se iniciaba; por tanto, la materia sobre la que presumiblemente habría de pronunciarme no ha dado motivos suficientes para el entusiasme) ni siquiera ha despertado mi interés en la mayoría de las ocasiones: se ha instalado en una cómoda repetición de fórmulas, en una anodina circularidad donde se halla atenazada, sin el menor asomo de reconocer su situación. La novela se autocontempla satisfecha en su cada vez más evidente ligereza y es -apenas- una somera ojeada sobre lo obvio o una lírica especulación en la intimidad o en la memoria, pero tan subjetiva, tan cercana y particular, que lo novelesco brilla por su ausencia; la poesía se ha atiborrado de retórica, con descaro y con alevosía, para acabar eructando un lenguaje repetitivo y estereotipado".

Empobrecimiento general

Es posible incluso que el crítico, al no tener de qué hablar, tampoco dé con el cómo hacerlo y sea víctima inconsciente de ese empobrecimiento general que lo rodea y frente al cual intenta resistir. Por eso cuando se decide a examinar el discurso literario español, en este momento, considera imprescindible un análisis previo de ciertos síntomas que obstaculizan o tergiversan la justa dirección y el verdadero sentido de nuestra literatura hoy, habida cuenta la situación histórica dentro de la cual debe desarrollarse. Reconozco -sin duda- la existencia de nombres y de obras que, por excepcionales, contradicen mi regla general, pero no quiero -al menos por ahora- hablar de casos concretos sino de una situación a la que regreso como observador para abordarla en su propio discurrir.

No descubro nada nuevo si hablo de la obsesiva y vertiginosa presencia de la información, de los medios de comunicación, en la vida española de los últimos 10 años; tampoco si reconozco su decisiva influencia en el entendimiento democrático de nuestra sociedad, que todavía parece frágil o no del todo consolidado. Ahora bien, el lenguaje de la información, que por naturaleza se halla sujeto a la actualidad, que debe servir a lo perecedero, a lo fugaz, y que adquiere su mayor eficacia con la insistente repetición de determinados patrones expresivos, con el tratamiento reiterado de un mismo tema, hasta que éste deja de interesar y, por tanto, se vacía de contenido. Ese lenguaje ha impregnado a una literatura que ha debido vivir forzosamente bajo tan compulsiva tutela y que no ha tenido la suficiente capacidad de reacción para aprovechar de ese lenguaje aquello que resulta más positivo para la función literaria (riesgo, incertidumbre, condición perecedera dr la palabra...) y para reflexionar sobre ello con la serenidad rejuerida. Al contrario, se ha dejado llevar, con goloso mimetismo, por la superficialidad y por la actualidad, por aquellos caractéres que neutralizan la voz y la despersonalízan: el discurso se ha uniformado y, en consecuencia, niega la creación de lenguaje

Búsqueda suicida

No ha sido sólo el crítico quien ha extraviado su instrumental; también los escritores han hecho peligrosa dejación del suyo. Nuestra literatura hoy, y por razones que espero ir explicando poco a poco, ha eludido sus responsabilidades frente al lenguaje y con ello ha negado su principio original: entiende, erróneamente, que ha de ser un medio de comunicacion más, busca de forma suicida el amparo de las voces coincidentes, sintonizando con un decir general, sin esforzarse en el hallazgo de lo singular. Sin embargo, la creación literaria está reñida, por definición, con cualquier forma de actualidad; debe resistir al tiempo y a su lógica acción perecedera. La literatura es Una tarea indudablemente anacrónica en el sentido de hallarse fuera del discurso habitual de la realidad, en el sentido de fundar su propio tiempo y su propio discurso. Y junto a este anacronismo (o como lógica consecuencia de él), la literatura está reñida con ese decir general. es discurso único, voz personal que se debate siempre en las fronteras del riesgo y la incertidumbre, y nunca se establecerá cómodamente en la seguridad satisfecha de la palabra.

La tendencia, tan común entre nuestros historiadores y antólogos, a hermanar voces, estilos, generaciones, cada vez con menos perspectiva en el tiempo, cada vez con mayor urgencia informativa, además de resultar un ejercicio aburrido y estéril, contagia de modo enfermizo a nuestros escritores, que, olvidando su compromiso como tales, aplican todos sus esfuerzos en aviarse adecuadamente para no quedar al margen de tales recuentos, agenciándoselas para aparecer siempre bien situados en cualquiera de esas fotos de familia. Y para conseguirlo, nada les importa escribir al dictado; viven soliviantados, en histérica algarabía, ante la remota posibilidad de que la suya pueda ser una voz discordante y, como tal, ajena a esa monótona melopea que, según dicen los presuntos expertos (obedecidos como oráculos), marca los pasos de la moda. Pero de los escritores hablaremos en una próxima ocasión.

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