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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOTÚNEZ, LUNA MENGUANTE / 1
Tribuna
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Prestigios de la imaginación

Tenía previsto llegar a Túnez coincidiendo con el año nuevo de la Hégira. No por nada especial, sino por una maniática inducción cronológica, debida probablemente a alguna variante gregoriana de la superstición. Pero me equivoqué de almanaque. 0, mejor dicho, no calculé bien las fechas de acuerdo con el calendario musulmán, que se rige -como es bien sabido- por la Luna. De modo que cada año, según la cuenta cristiana, se adelantan las fiestas religiosas islámicas 12 días, y yo me guié por un cómputo atrasado. Cuando aterricé en Túnez ya estaba bien entrado el año 1409 de la Hégira. Mi ignorancia me deparó cierto malestar psicológico, no sé muy, bien por qué. Mejor me quedo con la duda.La aclaración de lo del calendario me llegó mientras dejábamos atrás Ibiza -una mancha verdinegra en el palastro mohoso del mar-, y me la proporcionó un pasajero tunecino provisto de toda clase de irreverencias y locuacidades. Lo primero que pensé es que tan inocente contrariedad muy bien me habría permitido, ya olvidado de cualquier capricho cronológico, hacer el viaje por vía marítima, eligiendo alguna de las líneas que enlazan Túnez con Nápoles o Palermo. Por supuesto que se trata de un transporte cuya morosidad no lo hace apto para fugitivos, pero que está más en consonancia con mis gustos. Y con ese salto más bien aparatoso que va del 1988 cristiano al 1409 musulmán. Aparte de que también me habría librado de alguna que otra incorregible aprensión cada vez que advertía que las aguas por las que pude navegar quedaban a 9.000 metros bajo mis pies. La verdad es que el común de los mortales no tiene por qué estar capacitado para asimilar semejante desorden.

El avión de la Tunis-Air puede confundirse con cualquier otro avión de la cristiandad, a no ser que dispone de más niños sueltos y más aire de fonda. Tal vez las azafatas tengan una mirada menos juiciosa, con esa cadencia húmeda de quienes han visto anochecer muchas veces por los aires del Africa vetus; tal vez la presión de la cabina se acoja al método reverencial de la hora de la plega a No sé. En todo caso, lo que sí ocurría es que el rumbo del avión, de acuerdo con la bajante solar apuntaba con notoria exactitud a La Meca, cosa que no significaba más de lo que yo quería que significara. Miré a mi alrededor en busca de peregrinos, pero decididamente no los había. Ni siquiera había nadie cuya pinta remitiera a algo diferente a un descreído del género ambiguo. Pedí entonces, por hábito, una copa de oloroso, quizá para aminorar mis reiteradas inclinaciones librescas, pero, consecuentemente, no tenían oloroso. Sí, en cambio, su vino blanco -de Teburba, decía la etiqueta-, cuyo primer sabor era el de la macedonia de frutas.

Reborde peninsular

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El descenso hasta ese reborde peninsular donde se yerguen las ruinas de Cartago y los viejos y modernos edificios de Túnez no fue demasiado espeluznante. Fue benignamente estremecedor. Conozco a muchas personas que no sólo no experimentan ningún sobresalto en los aviones, sino que hasta disfrutan, con palmaria incongruencia, del vuelo. Yo no soy de esos, claro, pero tampoco dejo nunca de compensar la imprudencia temeraria del transporte con el júbilo minucioso de la llegada. Así me ocurrió ahora. Alá es grande. Pisar, ya a salvo, un continente que no es el que se pisa de continuo siempre reporta su buena dosis adicional de emoción. Y más si ese continente -o su franja norteña- ha suscitado no pocas predilecciones a cargo de la propia sensibilidad del viajero.

Para un andaluz de la baja Andalucía, como es mi caso, más o menos adscrito a los remanentes de fascinación del mundo árabe, llegar a la orilla mediterránea de África tiene algo de excursión al pasado. Comprendo que la idea es un poco ridícula, pero no se me ocurre ninguna más discreta. Yo he crecido paseando por callejas donde estuvieron los árabes más tiempo del que hace que los echaron, oyendo a gentes que hablan como si recitaran en aljamía, asimilando de algún tangencial modo los breviarios culturales de beréberes, persas, sirios. Cierto que las sucesivas expulsiones y repoblaciones históricas, amén de otras sistemáticas tropelías a cuenta de la única fe verdadera, lograron extirpar por decreto una civilización que -como nadie ignora- había llegado a ser paradigma de Occidente. Pero no todo sucumbió bajo tantas fanáticas depredaciones. Por ejemplo, el hecho de que alquien -yo mismo- lo recuerde ahora.

Cuando yo vivía en el extremo sur peninsular, saltar a la orilla magrebí era como ir a pasar el día a un pueblo serrano. Algo así. No se descubría nada nuevo, sino que se reconocían muchos aires comunes, con perdón por la credulidad. Las medinas de Tetuán o Fez, los rincones de Chauen o de Asilah, eran -son- gradualmente simétricos a los de mi contorno provinciano: Arcos o Zahara, Vejer o Benamahoma, Ubrique o Benaocaz, Alcalá de los Gazules o Medina Sidonia. Pero ahora, mientras salía del aeropuerto de Cartago-Túnez con rumbo a la avenida Habib Burguiba, noté algo parecido a lo que ya había experimentado hace años en otros recodos magrebíes: en Tánger, en Casablanca, en Argel. Era una especie de subrepticia incomodidad, una desavenencia afectiva más bien, atribuible, sin duda, al hecho de que el paisaje urbano que atravesaba no se distinguiera en absoluto del de una ciudad europea. Y que, además, el dominio arrogante del francés alcanzara cotas por lo menos intempestivas. Saberlo de antemano no mermaba la extrañeza. Y nadie ignora que la primera impresión que nos suministra una ciudad suele ser la más inconsistente, pero también la más perseverante.

Mientras llegaba al hotel caía la noche occidental. No advertí ningún alarde de exotismos a mi alrededor, cosa que siempre es de agradecer. El hotel pertenecía a la misma serie que los usados, con reglamentaria obediencia trashumante, por los turistas de turno. No más dejar la maleta en mi habitación, me eché a la calle. La avenida Habib Burguiba constituye, aproximadamente, la rueda catalina del reloj europeo de Túnez. Está más o menos entre La Rambla de l4s Flores y la Alameda malagueña, aparte de que el afrancensamiento resulte tan ostensible que, irremediablemente, descoloca. Lo mismo sucede en ciertas áreas céntricas de Argel o Casablanca.

Talante occidental

Se conoce que Túnez -o un buen sector de Túnez- asumió de lo más bien el talante occidental, sobre todo en lo que se refiere al peculiar personalismo francés, y eso -insisto- se nota mucho. Se nota demasiado. Los franceses, en estos tejemanejes de colonialismo furtivo, han sido unos expertos de toma pan y moja. Un día tuvieron que irse -es un decir-, pero aun de lejos fomentaron su más o menos industriosa pericia cultural, y no sólo en lo que se refiere al idioma. Nosotros, en cambio, cuando abandonamos algún que otro territorio antaño sometido -protegido, se decía paladinamente-, el único rastro que dejamos fue el de la incuria o el desdén militantes. Si no fuese una sandez, se podría pensar que era una deferencia.

Así que el centro de Túnez no alberga -en términos incautos- ningún especial matiz que lo asiste de otras capitales mediterráneas. Hay una misma luz vacilando en las pastelerías modernistas de los edificios, un mismo repertorio de cosméticos adosado al ritual del empaque. Pero basta escapar por cualquier desviación penumbrosa, andar a la deriva en busca de nada, para que se barrunte de pronto un murmullo de fuente filtrado por alguna celosía, un olor en cuyos entresijos se estabiliza el olor que recorre todo el zócalo mediterráneo de África y que muy bien puede consistir en una meritoria mezcla de sándalo y estiércol. Ya están aquí, Insinuándose, los depósitos sensitivos del Túnez árabe, sin duda el más recóndito. Es la primera impresión de la cultura musical del agua, de la cultura deletérea de los perfumes. Una vaho a almacén de cereal y a tienda de ropavejero cruza por delante del mundo.

Busqué, no sin esfuerzos, un café moro y di al fin con lo que tenía algo de sucursal -en sucio- de un tablao flamenco granadino. Quería cumplir, antes que nada, con la conspicua ceremonia del té con yerbabuena, y mejor me privo. El té estaba tan almibarado que parecía arrope, y el local ostentaba una notable acumulación de parroquianos con un más que oneroso aspecto de comerciantes marselleses. Pedí entonces algún licor del país y me ofrecieron un aguardiente de higo que, aparte de llamarse bukha, tenía un sabor poroso y agreste , parecido al orujo, sólo que algo más medieval. Me agradó lo suficiente como para pedir otra copa, si bien el muchacho de modales sicilianos que me lo sirvió no parecía entender muy bien mí insistencia.

¿Cenar por ahí después de las 10.30? Sólo en algún lugar no muy recomendable de la medina, me aclararon con francófono énfasis en la conserjería del hotel. 0 sea, que decidí comparecer rápidamente en uno de ellos. No consulté sino con el taxista que, en funciones de lince bizantino, me llevó por un dédalo de callejas hasta lo que debían ser los extramuros de Europa. De modo que lo de la cena tampoco fue una mala idea, :porque todo lo que encontré allí lindaba ya sensiblemente con los más heterogéneos prestigios orientales. Enseguida me di cuenta que había salido la Luna.

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