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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Homenaje a Sarah Bernhardt

Se ha dicho de Lorenzaccio que es el drama de la juventud liberal francesa enfrentada a la gerontocracia de la Restauración borbónica (1814-1830), una gerontocracia que se consolida con la subida al trono de Luis Felipe. Su autor, Alfred de Musset, tiene 23 años cuando lo escribe, sin ánimo de estrenarlo, entre otras razones porque la censura no lo hubiese permitido. Su personaje principal, el que da título a la obra, Lorenzo de Medici, familiarmente conocido como Lorenzaccio, es también muy joven: apenas cuenta 19 años cuando asesima a su primo, el bastardo Alejandro de Medici, duque de Florencia, tan sólo seis años mayor que él. Gérard Philippe, el primer intérprete masculino de Lorenzaccio -antes el personaje había sido siempre interpretado por mujeres-, tiene 30 años cuando lo representa en el Festival de Aviñón, en julio de 1952. Ahora, a punto de cumplir 50 años, si es que no los ha cumplido ya, Flotats lo interpreta ante el público barcelonés.Mucho me temo que Flotats sea algo mayorcito para encamar a Lorenzaccio, si bien hay que admitir que encima de un escenario todo puede acabar resultando verosímil, incluso lo más descabellado. No en balde Sarah Bernhardt, la actriz que estrenó la obra, en 1896, interpretó el personaje del joven asesino con 52 años cumplidos, y tuvo un gran éxito. Y volvió a cosecharlo cuando, en 1912, repuso la obra, con 68 años y una pierna de madera. Ello me hace pensar que el gran Flotats, en vez de ese homenaje a Jean Vilar debería dedicar su Lorenzaccio a la memoria de la no menos grande Bernhardt.

Lorenzaccio

De Alfred de Musset. Versión y adaptación de Josep Maria Flotats y Jordi Sarsanedas. Con: J. M. Flotats, Carme Elias, Joan Borrás, Jaume Comas, Josep Maria Pou. Escenografía: Serge Marzolff. Vestuario: Jacques Schmidt. Iluminación: Alain Poisson. Dirección: J. M. Flotats. Teatro Poliorama, Barcelona, 18 de mayo.

Lorenzaccio tiene dos lecturas fundamentales: una lectura política, centrada en la recuperación de las libertades florentinas, y una segunda lectura que es el drama individual de Lorenzo de Medici, Lorenzaccio, corrompido por su inconfesable entrega al poder (a su primo Alejandro, del que es amante y alcahuete a la vez) y empujado a cometer un magnicidio (o un tiranicidio, como se prefiera) en cuyas consecuencias ya no cree y que, en última instancia, más bien parece un ensayo de su propio suicidio.

¿Por dónde van los tiros en la adaptación de Flotats? Parece bastante claro que la suerte de Florencia le importa un bledo. De otro modo no se entiende la supresión de determinadas escenas. Queda el drama personal de Lorenzaccio. Ahí es donde se agarra Flótats, no en vano se trata del rôle-titre, de su personaje. Empieza bien, técnicamente bien pertrechado. Le tiemblan las piernas, como le temblaban a Philippe, en la escena del desafío con Sire Maurice; va dibujando un personaje sinuoso, muy frío, distante (del público), hasta que llega la hora de la verdad, la escena entre Felipe Strozzi y Lorenzaccio, en la que Lorenzaccio se descubre, desnuda su alma frente a Felipe, el patriarca Strozzi, enemigo de los Medici. Ahí Flotats, pese a unos pocos momentos de grandeza, se hunde estrepitosamente, presa de su típica cantarella, adornada en esta ocasión con unos subrayados musicales, los cuales parecen aupar al actor, de espaldas al público, brazos en alto, hacia la inevitable gloria... operística. Luego, ya nada. La escena del asesinato del duque, con esos metros de preciosa tela que caen del cielo, es del todo ridícula, y el garbeo final por el Rialto no sólo no tiene una amarga e inquietante grandeza, sino que, siguiendo con el homenaje a Sarah Bernhardt, Flotats se ve en la obligación de cerrar él el espectáculo.

El riquísimo vestuario de Lorenzaccio, rico en calidad y en precio -se habla de 16 millones-, ha sido realizado íntegramente en París. Algunos de esos costosos vestidos aparecen tan sólo en escenas de escasos minutos y sin otra justificación que épater le bourgeois.

Lejos de la juventud, el frescor y la gracia de aquel inolvidable Cyrano de Bergerac; lejos también del riesgo, el morbo, la calidad y la fascinante escenografía de El despertar de la primavera; infinitamente lejos del Lorenzaccio del Lliure, la última producción de Flotats tiene el regusto de aquel teatro viejo, apolillado, disfrazado de nuevo rico, de Reina por un día, aunque ese día sea un día interminable gracias a los dineros de los catalanes y a los incondicionales de ese excelente actor que es -cuando quiere y cuando puede; aquí, en mi opinión, faltaba alguien que le dirigiera- Josep Maria Flotats.

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