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Tribuna:
Tribuna
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Ejércitos

Fernando Savater

El último artículo de Rafael Sánchez-Ferlosio sobre El retorno del mercenariado (EL PAÍS, 28 de marzo de 1987), en el que reincide sobre opiniones suyas ya anteriormente expuestas, me brinda una ocasión insólita -dada la habitual coincidencia de nuestros puntos de vista-: la de discrepar radicalmente de él. Por decirlo de entrada y de una vez, estoy a favor del mercenariado militar de forma plena, hasta el punto de considerar la objeción de conciencia no tanto como un fin político en sí misma (o una ilusoria vía para acabar directamente con la existencia de ejércitos en el mundo), sino como un inteligente medio de presión para profesionalizar completamente el servicio militar. Intentaré razonar ahora este criterio, sin entrar en la discusión pormenorizada de cada paso de la argumentación de Ferlosio y consciente de que la actitud de fóndo belicosamente antibélica que nos mueve a ambos a discurrir sobre estos temas es semejanie.Dos palabras, para comenzar, sobre lo que entienden por antimilitarismo, actitud política (no ética ni religiosa) que ya he caracterizado en otro lugar como distinta a la no violencia, al pacifismo, al rechazo de armas nucleares, etcétera (vid. Las razones del antimilitarismo, editorial Anagrama, 1984). Lla mo antimilitarismo al proyecto político de disminuir al máximo la preponderancia de lo militar en la gestión de la cosa pública, no sólo buscando por todos los medios la sustitución de los enfrentamientos armados por conflictos discursivos, sino también luchando por derrocar la concepción vertebralmente militar de la sociedad hasta ahora imperante. La propuesta de foros para el debate y de arbitrajes internacionales, la denuncia sin paliativos del tráfico de armamento como signo mínimo de progresismo político efectivo, el repudio de las armas de destrucción total o particularmente indiscriminada, la reducción gradual y constante de gastos militares, la oposición a toda mitología nacionalista o patriotera, la objeción de conciencia, etcétera, y el mercenariado para concluir, junto al repudio del equilibrio del terror y las alianzas militares que de él dependen, todo ello son aspectos de una misma intención de reforma política. Por cierto que esta reforma, en la medida en que alcance realmente éxito, podría dar lugar a la más auténtica revolución que haya ocurrido desde el fin de las monarquías absolutas.

Pero ¿por qué empeñarse en ser antimilitarista? El esfuerzo bélico ha generado una estética peculiar, exaltante y conmovedora, a la que están ligados logros inolvidables de la poesía, de la plástica y de la iconografía de la abnegación. Se trata de una retórica del horror, desde luego, pero pródiga en logros ilustres: como si la humanidad se fraguase en lo inhumano. ¿Y la constante presencia de la muerte violenta? Lo más repulsivo de esas muertes es el culto que generan, su utilización política y su beatificación religioso patriótica. Y el hecho de que los muertos sean por lo general jóvenes o no combatientes. ¡Ah, si en las guerras sólo muriesen combatientes voluntarios demás de 40 años, quizá nuestra opinión sobre ellas mereciese ser revisada! Llegada cierta etapa de la vida, me parece una señal de madurez preferir a la decadencia física un desenlace enérgico y anónimo, como el de Ambrose Bierce optando por perderse en la revolución mexicana, o como el Él útimo emperador de Bizancio despojándose de todas las insignias identificatorias de su rango antes de mezclarse, espada en mano, entre los defensores sin rostro que caían en las murallas ante el embate final de los turcos.

Pero ni las coartadas estéticas ni siquiera la obvia identificación del hombre como bicho feroz y violento -es su constante histórica más notoria- son aquí relevantes. De lo que se trata es de resguardar y potenciar el modelo democrático de sociedad, basado en la participación y no en la jerarquía, en la racionalidad crítica y no en la tradición sagrada, en la convención y no en la naturaleza inmutable, en el pacto transigente y no en la aniquilación del adversario, en el intercambio comercial y no en la depredación violenta. Este modelo no es el paraíso en la tierra, no implica la transfiguración genial del hombre en algo superior y abunda en patéticas insuficiencias: su única ventaja, ya muchas veces señalada, es la de ser preferible a cualquier otro de los conocidos. En cuanto se lo toma mínimamente en serio, es decir, en cuanto se requiere su aplicación plena y no sólo su caricatura minimizada, este modelo democrático resulta incompatible con los presupuestos militaristas. Ya sé que de la Revolución Francesa salió la conscripción obligatoria general y Napoleón; ya sé que el proyecto democrático nació junto al mito del pueblo en armas: lo que digo es que no perdurará ni prosperará si no logra desvincularse de él.

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Hoy, lo nacional -revestimiento legitimatorio teocrático del Estado en cuanto se resiste a la transparencia crítica- y su correlativo detestable, el pueblo, se apoyan todavía descaradamente en la vertebración militar. Ser patriota (es decir, en esta jerga ser el buen ciudadano, el ciudadano acrítico y partidista, el menos ciudadano realmente de todos) es estar dispuesto a luchar por la patria, a morir y matar por ella. Todavía se habla de "servir a la patria" para designar "ir al Ejército", como si arando un campo o asistiendo a un partido de fútbol se la sirviera menos. El pacto que une a los socios de la comunidad es un pacto de sangre y disciplina; por ello Hegel elogiaba las guerras, que uniformizan a los ciudadanos en el deber de la muerte y les impiden enmohecerse demasiado en el cultivo de su privacidad. Los reyes, donde aún quedan, tienen que revestirse frecuentemente de atributos militares de todas las armas, mientras que nadie les exige ser médicos o abogados: Eduardo de Inglaterra ha escandalizado prefiriendo la carrera de actor al ejercicio militar, opción que, caso de generalizarse, mejoraría al menos la dicción de los monarcas en cuanto no ha de ser voces de mando... La defensa de la patria frente al enemigo externo o interno, la protección de la sagrada integridad nacional, cuando no la militarización de la civilización occidental, los derechos humanos o la solidaridad revolucionaria, continúan funcionando como motivos superiores y más nobles de compromiso bélico frente a cualquier otra motivación desmovilizadora de orden burgués o individualista. Y así vamos.

Kant señaló certeramente que el orden político moderno se basa sobre una sociabilidad insociable o, si se prefiere, sobre una insolidaria solidaridad. El aunamiento militar es un último expediente para conservar la dimensión mítica del gran Uno supraindividual que el pluralismo convencionalista de la democracia cuestiona irreversiblemente. La unificación social no puede surgir ya de lo que en otro sitio he llamado lógica de la pertenencia, sino de la lógica de la participación y el acuerdo discutido. Por tanto, la dignidad del Ejército -de la que habla Ferlosio- no brotará de que esté formado por ciudadanos reclutados en su condición pú-

blica y política de tales" (pues ¿en qué otra condición podrían haber sido reclutados, dado que en los Estados modernos ya no hay metecos ni esclavos?), sino en su respeto a las leyes, su voluntad de servicio a la sociedad y su aptitud profesional; es decir, en lo mismo que reside la dignidad de cualquier otro cuerpo de empleados. La objeción política de conciencia lo que hace notar es que el ciudadano no es prioritariamente militar ni sirve a la patria más en ese puesto que en cualquier otro (si de servicio obligatorio se trata, ¿por qué no se prepara a la gente para asistir a partos o apagar incendios forestales en lugar de enseñarles a disparar?); y, sobre todo, insiste en que la comunidad política no. es prioritariamente una "unidad de destino militar en lo universal", ni quiere serlo ni debe serlo. Se pregunta Ferlosio por la caracterización moral del mercenario (¿por qué no llamarle menos patéticamente empleado militar, que es lo que debe ser?) y ofrece como modelo -a mi juicio distorsionador- la Legión. Pero lo verdaderamente preocupante es la catadura ética que indirectamente se exige al militar vocacional de nuestros días: poseedor de un honor especial (que consiste esencialmente en la posibilidad de volver las armas que se le han confiado contra quienes cometieron la ingenuidad de confiárselas), se le supone encarnación de lo inflexible de la sociedad, de lo que pega y no escucha, de lo óseo y esclerotizado en un cuerpo colectivo con sangre, carne, vísceras... Estoy seguro de que los militares han de preferir el voluntariado profesional a la conscripción obligatoria, pues ¿quién no preferiría ser pulmón o hígado a seca vértebra lumbar?La retroizquierda ha tenido siempre un amor mal correspondido por las supuestas virtualidades redentoras del pueblo en armas (no es el caso, me apresuro innecesariamente a señalarlo, de Rafael Sánchez-Ferlosio). Quienes profesaron el dogma de la lucha de clases como guerra civil cultivaron y quizá guardan todavía una aquiescencia reverencial por la lucha armada como método liberador. Cuanto más popular fuera la guerra, más excelsa: esta izquierda, que suele ser napoleónica en más de un sentido, cree que cada insurgente guarda el bastón de mariscal Giap en su mochila. Un ejemplo ilustrativamente paródico: "Lotta Continua recibió con preocupación, días después del golpe chileno, la versión de que un ejército marchaba sobre Santiago al mando del general Prats en defensa del derrocado régimen constitucional. A juicio de ese grupo, se trataba de militares burgueses que intentaban arrebatar al proletariado chileno una revolución que ahora tenía finalmente abierto el camine tras la caída del Gobierno-freno de Salvador Allende" (La soberbia armada, de Pablo Giussani). Los que ahora deploran la decadencia del análisis marxista y la proliferación de sospechosas ideologías posmodernas deberían recordar este tipo de estupideces -que tanto escuchamos en nuestros años mozos- y ver en aquellos polvos la causa de estos Iodos.

Hoy la mitología militarista tiene algunos exponentes dignos de estudio y de escarmiento. En Euskadi padecemos el más próximo y ruidoso de ellos: no un ejército salido del pueblo, sino un pueblo militarizado, puesto al servicio del ejército, constreñido a la disciplina militar y al correspondiente código penal. Nuestros voluntariosos voluntarios imponen al resto de la población no sólo la exaltación del heroísmo sanguinario, sino también la jurisprudencia de los consejos sumarísimos por deserción ante el enemigo. Lo resumió bien la madre de Juan Carlos Yoldi cuando informó a los periodistas así: "Mi hijo tiene una moral bárbara". Nos lo suponíamos, señora: y lo malo es que no es el único. A fin de cuentas, en la lucha contra el predominio de la moral bárbara consiste principalmente el antimilitarismo.

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