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Yamasaki, agente o víctima del coloso en llamas

La muerte del arquitecto Minoru Yamasaki -autor de las Torres Gemelas de Manhattan, y fallecido el día 6, en Detroit, a los 73 años- no significaría para nuestros intereses culturales más que el reconocimiento de una lejana escuela de pensamiento y acción. Pero en España las constantes de la arquitectura de la ciudad presentan graves disfunciones, reflejadas en la baja calidad de la edificación, la fealdad de los nuevos barrios y la apatía académica. El cambio propugnado para nuestro entorno no está a la altura de la pasión que despierta la vida ciudadana. Pretendiendo que arquitectura urbana y comportamiento social se determinen mutuamente, meditar sobre la obra de Yamasaki parece hoy pertinente.

Afirmar sin más que la obra de Minoru Yamasaki no está considerada entre la elite de la arquitectura podría ser irrelevante cuando ha sido la propia academia la que ha perdido su credibilidad ética.Paradigmas de la Arquitectura moderna de la década de los sesenta, las Torres Gemelas de Manhattan, obra de este arquitecto, podrían ser acusadas de la deshumanización propia del estilo moderno y apoyar la rotura de la ciudad. Y, sin embargo, nuestra mirada no puede separarse de ellas.

La generación de Yamasaki sufre el trauma de seguir a los grandes maestros, que fabricaron ideas de una nueva arquitectura, y de sufrir a los grandes constructores, que fabricaron la nueva anti-ciudad. Yamasaki no es un gran maestro de la arquitectura en el sentido de presentar correspondencias a una teoría vital, mensajes plásticos de impronta personal que trasciendan a una significación colectiva e inventivas tecnológicas que intenten superar las irregularidades y retrasos de la industria de la construcción. Como buen profesional, fue educado demasiado cerca de eslóganes funcionalistas que vulgarizan la correlación entre forma y función y máximas racionalistas que valoran el menos es más. Fue esta proximidad a los padres maestros la que dificultó el percibir adecuadamente el substrato filosófico evolucionista, cuyo reflejo en una arquitectura humanista podría haber ahorrado años en el tránsito hacia la posmodemidad. Sin más que entender la semilla real de manifiestos que intentaron reclamar en Europa el dominio de la imagen mental por encima de la estética o la práctica, una arquitectura significante debería haber superado el campo de la figuración para adentrarse en ese todo complejo que incluye conocimientos y creencias, arte y moral, ley y costumbres.

Yamasaki ofrece una imagen significativa del sueño americano y sus proposiciones de éxito y progreso lejanas de nuestro modo de concebir la cultura. Como gran fabricante de edificios, pertenece al mundo colonizador de las series televisivas, es el triunfo del hijo de imnigrantes, que llega a construir el edificio más alto del mundo. Si esta lectura no fuera acompañada de una crítica ideológica y ética ni siquiera los extranjeros a esa cultura podríamos desembarazarnos de las telarañas del cuento de hadas. Y la ciudad española no es precisamente el jardín de las delicias.

Yamasaki es desde luego un gran profesional de la construcción, pero ante todo es fundamentalmente lo que el sistema mercantil, que entiende arquitectura y ciudad como objeto de consumo, permitió que fuera.

Alguien, el aventajado estudiante del dibujo de acuarelas, tenía que ser el objeto de la aprobación cultural que sintonice y traduzca los dictados del capital.

Fabricar ciudad

La historia de los abusos urbanos está llena de hombres valiosos que no han dispuesto de la herramienta política o cultural para contrarrestar la manipulación de su capacidad por las fuerzas hegemónicas que fabrican ciudad, acaparan plusvalor, alientan la carrera armamentista del rascacielos más alto.La arquitectura de la ciudad es demasiado importante para ser dejada en manos de los arquitectos. Sólo como producto culturalizado, es decir, de creación y responsabilidad colectiva, podrá ofrecer alternativas sensibilizadas a esa hegemonía mercantil.

La valentía en la arquitectura de Yamasaki es consustancial con el colosalismo de sus formas compactas. Su lenguaje alienta una confusión básica en la escala que acrecienta el extrañamiento del coloso, cierra su diálogo con el entorno urbano. Su valor de tótems-menhires, mástiles para King-Kong, espejos de azogue para deslumbrar contrasta con la rudeza con que se implanta en el medio urbano. Su concepción se desinteresa de una valoración por el lugar, como espacio y cultura; de lo temporal, como variabilidad en el devenir de la ciudad, y de una intencionalidad estética definida. Pero sus pretensiones internacionalistas, su estandarización formal y arrogancia frente al emplazamiento, desproveen a estos trasatlánticos a la deriva de su posible valor monumental. Los convierten, más que en sujetos de simbolización, en muestras de aculturación, que inducen rechazos de desidentificación, pérdida de autoestima hacia la propia ciudad.

No es casualidad que se haya recurrido a Yamasaki para intentar sustituir nuestro estadio de fútbol y nuestra zona verde por por una nueva torre de Madrid. Tampoco AZCA necesita precisamente otros cientos de miles de metros de construcción. Lo que necesita ese punto neurálgico extraño a nuestra ciudad es ser inventado como lugar, pasar del dominio de la gestión, el mármol y los vigilantes privados al dominio de los paseantes.

Con su ejemplo póstumo en la torre de AZCA, ya en construcción, Yamasaki va a permitir al madrileño comprobar que no sólo estos artefactos no ayudan a resolver problemas humanos en la ciudad, sino que aportan nuevas dimensiones al conflicto social. Cuando los miles de trabajadores de estas torres tengan que regular con reloj el horario de sus entradas y salidas al edificio-corsé, es probable que sean conscientes de la pérdida de un grado más de su libertad.

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