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En el mismo lugar, 57 años después

José Luis Gómez estrena 'Bodas de sangre', de García Lorca, en Almería

ENVIADO ESPECIALJosé Luis Gómez y su compañía presentaron al público almeriense, el 5 de octubre, su último trabajo, Bodas de sangre, la tragedia lorquiana que, al parecer, llevaba 25 años sin representarse en España.

Había un clima de gran expectación, en un teatro de unas 900 localidades, el Cervantes, que el resto del año funciona como cine. Se trata de una producción del Teatro de la Plaza, en la que han intervenido la Comunidad de Madrid, el Ministerio de Cultura, la Junta de Andalucía, la Diputación y el Ayuntamiento de Almería.

De Bodas de sangre guardo un recuerdo lejano, de principios de los sesenta, en el Español, en Madrid, si no me equivoco, con Pepita Serrador (la madre) y Paquita Rico (la novia). Un trabajo de Tamayo, negro, crispado, que no me convenció.

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El planteamiento de Gómez es mucho más atractivo y más inteligente, y tiene también la astucia de llevar a Lorca hacia un terreno mucho más acorde con la sensibilidad presente. El suyo es un Lorca -me refiero, claro, al Lorca de Bodas- telúrico, arcaico, enraizado con los mitos ancestrales que rigen la vida de las gentes del campo. Ese Lorca, un tanto irracional, atraído por el amor oscuro, visceral, nos resulta hoy más próximo que aquel otro negro y crispado, poniendo el acento en la honra castellana, que se prodigaba poco, todo hay que decirlo, 20 años atrás, y digo poco porque entonces Lorca, a pesar de ser el gran poeta asesinado, la gran víctima, era criticado desde las perspectivas del teatro social.

Gómez trata el crimen de Níjar, la parte de la obra que precede a la fantasía poética del acto tercero, en un tono etnológico: el resto de los personajes asiste, a modo de coro, a determinadas escenas, y asiste a ellas con una pose de vieja fotografía tribal, como memoria y, a la vez, a modo de exorcismo.

Es un coro que interviene, además, de manera musical, tocando el pandero o la flauta, cantando, como ocurría en la tragedia griega, dándole a la obra una estructura operística que nadie le discute. Recuérdese lo que decía Gerardo Diego, el mejor crítico de Bodas, a raíz de su estreno en Madrid en 1933: "Sí Mariana Pineda era un libreto de ópera, Bodas de sangre es ya una ópera, un drama lírico, letra y música a la vez. Y no lo digo por los pasajes musicales, ni aun por los puramente líricos, pero de tan evidente linaje musical que, a través de una declamación deficiente (.. .), se diría que los escuchábamos, que los gozábamos en alma y música real. Aun suprimiendo tales ilustraciones, que son las únicas musicales de la obra, todo el resto lleva en sí la música dentro, transformada en sustancia poética y teatral".

Gritar las palabras

Gómez afirma (véase EL PAÍS del 17 de agosto) que "hay un paralelismo tremendo entre Bodas... y las Bacantes, de Eurípides". Cierto; pero Bodas es, en mi opinión, antes un Séneca, porque si Eurípides hace gritar en su teatro a las acciones más que a las palabras, Séneca (y Lorca), como bien señala Bergamín, hace gritar, en sus tragedias, a las palabras "más alto aun que a la acción trágica". En ese gritar más alto las palabras -"Y la finalidad del grito", sigo con Bergamín, "como la de la máscara, no es la de encubrir un sentimiento o emoción; la de tapar un rostro, sino la de fijar por su trazo su fisonomía, en el recuerdo; la de paralizar el tiempo, aparentemente, por la memoria"-, en ese gritar más alto aun las palabras, está, a mi modo de ver, la mayor díficultad de esta parte, hasta el acto tercero, y luego en el cuadro último, de Bodas. Pese a la inteligente construcción de la partitura operística, pese a la induscutible belleza y calidad cromática, visual, del espectáculo, se aprecia en las voces, en los instrumentos, una noto¡a desigualdad a la hora de gritar escénicamente esas palabras.Hay momentos en que, quieras o no quieras, terminas por olvidar la visión, la construcción del director, y te das de bruces con un teatro viejo, en que Lorca es tan sólo un Lorca correcto, con tícs, de voz y ademán, de gesto, por parte de ciertos actores que, cómo no, se las saben todas. Y ese Lorca correcto es, de por sí, una gran incorrección: Lorca no puede ser tan sólo correcto. Jamás.

La carta más arriesgada la juega Gómez, tal y como debe jugarse, en el tercer acto, durante la fantasía poética, que es lo más mágico, lo más maravilloso, de esa tragedia, donde Lorca definitivamente nos tiene en un puño. Aquí, la modernidad de Lorca, el Lorca que se anticipa, el Lorca intuitivo, genial, de 1933, es servido como se merece por Gómez y el escenógrafo, el alemán Manfred Dittrich.

El bosque y la noche son realmente mágicos. La luz lo es también. Y la luna y la muerte están ahí, con toda su fuerza. Es esta una escena que justifica, por sí sola, a pesar de esos leñadores que parecen un anuncio de Pescanova escapado de un montaje de Bob Wilson, todo el trabajo de Gómez y Dittrich. Eso, señores, eso es servir a Lorca, servirlo en 1985, y servirlo estupendamente.

En conjunto se trata de un trabajo muy ambicioso, que adolece en todo caso de una falta de homogeneidad en el tratamiento musical de la partitura, en ese gritar las palabras -y que los actores salvan defendiéndose con sus viejas artes-, pero, en cualquier caso, es indudable que estamos ante una de las más interesante y fértiles revisiones de Lorca, y que debe proseguir con otras obras del autor, anunciadas ya por Gómez.

El público se puso de pie, aplaudiendo y lanzando bravos. Lo que se dice un triunfo.

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