Érase una vez en la Zarzuela
Los ciervos de la Zarzuela cruzaban parsimoniosamente la carretera que conduce a Palacio, contemplando de reojo la aglomeración de coches que se dirigía en la tarde de ayer a la recepción ofrecida por el Rey Juan Carlos a los intelectuales. La fiesta era en una carpa, blanca como una novia, instalada en el jardín, y allí nos apretujamos todos después de haber estrechado la mano del monarca, que estaba acompañado por la Reina Sofía, el príncipe Felipe y las infantas Elena y Cristina. Luego se formaron los grupos, que no eran compactos ni estaban aislados, sino que se intercomunicaban, se abrían, se diluían para cuajar de nuevo, transformados.Los camareros servían el canapé y la copa con guante blanco, y había un general sentimiento de carencia de ceniceros en el ambiente. La moqueta, que ponía sordina a los taconeos de catedráticos, escritores, académicos, periodistas y demás gentes de azaroso vivir, acabó sembrada de colillas que se arrojaban al suelo y se pisoteaban seguidamente entre sonrisas de disimulo.
El Rey, que vestía de gris y era el más alto de todos, estaba siempre en el centro de un grupo, y la gente, a su alrededor, parecía bailar el Vals de las Horas. A Luis Rosales -que estaba contento porque todos le llamaban Cervantes-, le dio un abrazo grande. Rosales, luego, se puso a hablar con un colega de poesía, yen un momento se lió a quejarse de que si los hectasílabos, los endecasílabos y los octasílabos. "¡Oh, sí!", afirmaba calurosamente su interlocutor, que le escuchaba extasiado, "los octasílabos son terribles, porque te acaban saliendo alejandrinos". Y un tercero intervino: "Habría que encontrar una manera de que salieran monosílabos". La charla siguió, y hasta salió a relucir Homero.
Al Rey, naturalmente, todo el mundo le preguntaba por su pelvis. Y él, que cuando se ríe arruga mucho la nariz, soltaba carcajadas y decía: "Si, estoy muy bien, dispuesto a caerme otra vez". Ante lo cual todos, ponían cara de pavor supremo. Luego dijo que "Ios obispos no se caen del caballo porque no montan a caballo", que debe de ser una forma de expresar que piensa seguir esquiando cueste lo que cueste.
Otro tema que interesó al monarca fue la salud y los cuadros de Dalí, y de ello estuvo hablando durante largo rato. El ambiente era tan relajado que, en un momento, alguien llamó a un amigo: "¡Juanito!". Y el Rey se volvió.
Allí estaban Gonzalo Torrente Ballester, abrumado con tanto parabién como se le estaba arrojando encima; Jaime Gil de Biedrna, guapísimo; Juan Benet, que bromeaba con la posibilidad de trabajarse el puesto en la Academia aprovechando ocasión tan lucida; Luis Goytisolo, que explicaba los atroces dolores cervicales que ha sufrido escribiendo su nueva novela -"que es una cosa completamente aparte de las otras" dijo-; Rosa Chacel, munuda y de encaje antiguo -y de arsénico también, si nos fiamos de sus Diarios-, Camilo José Cela, satisfechísimo, y Gloria Fuertes, y... Bueno, estaban todos.
Y los editores, claro, más un ministro que escribe, Fernando Morán, de Exteriores. Y, naturalmente, el ministro de Cultura, Javier Solana, de lo más tímido en estas ocasiones. Y Pilar Miró, con modelo nuevo de mangas esplendorosas, como el de Hollywood, pero en sobrio.
A la salida, había oscurecido del todo y los ciervos se habían ido a dormir. En su lugar, por la cuneta brincaban los conejos. Y el cuento de hadas se cerraba detrás.