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Lo valenciano

Hoy es Gerardo Irles, de Alicante. Hace poco era un joven y fino escritor de Valencia. Siempre, el proustiano/cernudiano, como un dandy de horchata no de chufa, Juan Gil-Albert, con quien nos escríbimos desde los sesenta, y que me mandaba sus versos de un malva a lo Juan Ramón.¿Por qué, en Madrid, ese reduccionismo fácil que reduce lo valenciano al color de las Fallas y el fuego de Sorolla (tan olvidado, por otra parte, en su Museo madrileño, que ni sé si duraa)? Lo valenciano ha dado Gabriel Miró y Azorín, lo que sería razón suficiente para que el centralismo sentimental del centro fuese corrigiendo sus autotópicos. Gerardo Irles escribe muy bien, hay una neogeneración valenciana que escribe muy bien y que, en su delgadez, se aproximan inciertos al grosor de años y libros de uno mismo. Nada tienen que ver con la Valencia/Benlliure que hemos heredado de nuestras madres, y que cabe toda ella en un cromo de calendario de cocina. Ortega escribió auspiciadoramente, ingenuamente, sobre "la redención de las provincias". Y digo ingenuamente porque no acababa de prever -no podía verlo la época- que las provincias, ya desde su etimología de vencidas, iban a aprovechar la primera ocasión que vieran los siglos, aunque no fuese muy alta, para izarse como autonomías culturales, como Españas litorales, como verdades ancestrales. Los salvadoreños me envían revistas, ciclostiles, cosas, más un dibujo naïf en algodón, sobre saco.

América es naïf, las provincias son naïf porque alguna remota decisión ministerial, aparte la cartografia decimonónica, las ha obligado a serlo. Pero lo español se parte en mil dialectos y cuatro idiomas, como el griego. Esa es nuestra niqueza y no hay ningún político de genio que sepa explotarla.

En tanto, aquí en Madrid acaban de decidirse unas becas de teatro, cuantiosas y dudosas, que son corroborativas, tautológicas, redundantes, por cuanto vienen a apoyar lo ya conocido (y muchas veces frustrado). El Estado debe premiar la calidad/novedad, no los éxitos de público, que ésos ya se premian solos. ¿Cómo no van a levantarse las "provincias" -lenguaje de los buzones de Correos- contra un centralismo cultural que deja toda la pela larga en Madrid, subrayando la farsa del madrileñismo, que decía Javier María Pascual, el prosista del carlismo? Y Gil-Albert, qué. Y estos jóvenes escritores, finísimos de prosa, poéticos de concepto, que me hacen llegar sus artículos, sobre mí o sobre otro, qué. A éstos nadie les, ayuda. Madrid se ayuda a sí mismo. Podría uno escribir una columna sobre cada una de las "provincias" españolas, y otro sobre cada pueblo donde hay un sabio local, un sentimental, un sensible, un sensitivo que es la cabeza de partido y de partida no judicial, sino ideal, de la región correspondiente. Uno los ha ido conociendo a casi todos en el continuo vagabundaje por la España leída. Pero como la primera cláusula no escrita del columnista es no salvar la patria ni resolver el mundo en una columna, sino reducir la categoría a anécdota (que es lo que hacía D'Ors, predicando lo contrario), hoy resumo lo peninsular remoto en lo valenciano, que es una lengua, una cultura, una gente, y que, sobre todo, se despega para mí -y quiero que se despegue para usted, curioso lector- de la estampa fallera, la musculatura pirotécnica y, el color local de un Blasco Ibáñez que en seguida traicionó a Valencia con París. Entre los escritores de Jorge Herralde, entre los articulistas de Las Provincias e Información, de Alicante, entre los epígonos de Gil-Albert hay una generación mucho más mironiana que fallera. Lo valenciano -como pudiera ser lo aragonés o lo extremeño- quiere romper su tópico, superar su crisis de identidad, hacer sus valores solubles en lo peninsular. Pero Madrid sigue becándose a sí mismo.

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