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Para el Occidente opulento, el enemigo viene del Este

Ese monumento de buenas intenciones que es la ONU aprobó hace más de veinte años que los países pudientes transfirieran el 1% del PNB a los más pobres. Salvo un par de nórdicos, ningún Estado hizo honor al compromiso firma do, a pesar de que en 1972 se rebajó la cuota a un 0,7%. En España, Justicia y Paz ha recurrido a la vieja actividad de la recogida de firmas para que los padres de la patria recuerden lo prometido y hagan que España dedique a este menester un tercio de lo que los españoles nos gastamos anualmente en el bingo.Pobres, siempre los hemos tenido entre nosotros. La escasez de recursos disponibles en el mundo explica en buena parte la existencia de la ética, siempre a caballo entre la faldicorta realidad y la generosidad moral del deber, dispuesta a llegar con la buena voluntad allí donde la materia no daba más de sí. Pero ahora ya es distinto. El desarrollo técnológico ha permitido abastecer la mesa de la humanidad en cantidad suficiente para que todos puedan comer. Tanto la propuesta del premio Nobel Leontief como el informe Brandt, Norte-Sur. Un programa para la supervivencia, advierten con números en la mano, que es científicamente posible desterrar el hambre de la faz del globo. De ahí que los cincuenta millones de personas que anualmente mueren de hambre, los 500 millones de gentes mal nutridas, los 800 millones de analfabetos, los 250 millones de niños sin escuela y los dos mil millones de seres con un ingreso per cápita inferior a los quinientos dólares den al vocablo inmoral una significación nueva, porque nunca como hasta ahora había tenido la humanidad tantas cartas en su mano.

Cabe preguntarse por qué nuestra generación lleva con tanta indiferencia tamaña acusación. Pues porque se vive como un problema de identidad amenazada. Lo occidental se ventila en la onda Este Oeste y no en la relación Norte-Sur. Lo del Norte-Sur no pasa de ser una faena de aliño con la que los países ricos adornan de moralina su mala conciencia. En la relación Este-Oeste, por el contrario, se juega el ser o no ser de Occidente. Desde Grecia, Roma, el Sacro Romano Imperio Germánico, el Descubrimiento de América o el Siglo de las Luces, Occidente es la reserva espiritual de la humanidad, seno materno de la cultura, del progreso y de la libertad. Y Europa asume esta pesada carga histórica sin renunciar sobre todo al viejo mito griego del poder, entendido como forma eminente de la bondad. Occidente no puede renunciar a su ser, aunque admita de buen grado que el resto del mundo puede trocar la libertad por el pan, como decía el gran inquisidor de Dostoievski en Sevilla. Para los occidentales, el gran problema no es el hambre del Sur, aunque sean 300 los millones de seres que estén infraalimentados. La amenaza que conjura todas las energías viene del Este, por donde antaño llegó el turco y ahora acecha el rojo. Esa amenaza sí que merece todo sacrificio, y poco importa si la factura se eleva a millón de dólares por minuto en gastos militares. Lo importante es salvar las señas de identidad.

Sin embargo, el occidentalismo está muerto, porque nada nos dice a nosotros y en nada ayuda a quien pretende levantar de la postración.

El progreso, artículo de consumo made in Occident, producido en los últimos siglos y a punto de ser exportado al XXI, se ha revelado un mal mito: muchos cadáveres en la cuneta y múltiples y fáusticas posibilidades de autoaniquilación. Ni nosotros mismos queremos que nuestros hijos se nos parezcan. Tampoco parece que los otros esperen mucho del asunto. El sarcasmo más hiriente de toda esta historia es la suficiencia con que los países ricos tratan de dibujar el destino de los pobres: les llaman "países en vías de desarrollo", colocándoles amorosamente en el umbral de las sociedades opulentas. Pero olvidan que el desarrollo lo que hasta ahora ha traído al Tercer Mundo ha sido la destrucción del tejido milenario que estos pueblos han forjado para sobrevivir, esto es, la naturaleza y la vida colectiva. Les queda el consuelo, como explicaba recientemente un español del Club de Roma, de que pasarán de la edad de hierro a la de los miniprocesadores sin necesidad de los quebraderos de cabeza que acarrean las sucesivas revoluciones industriales.

Trabajo va a costar a la campaña de Justicia y Paz romper con siglos de historia. Lo tenemos todo para seguir a gusto con nuestro occidentalismo. Hasta Hegel, gloria mundial donde las haya, escribió que quien lleva la vela del Espíritu del Mundo es el pueblo dominante, y que "contra el derecho absoluto que él tiene, por ser el portador actual del susodicho Espíritu, el espíritu de los demás pueblos no tiene derecho alguno". La historia está con Occidente, máxime ahora que los productores de petróleo lo ven negro y que se acercan los viejos tiempos en los que cambiaremos oro negro por oropel bendito.

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