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Tribuna
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Ver el toro

A pesar de las plumas antitaurinas y de la ausencia hoy de grandes figuras del toreo, la verdad es que la plaza de Las Ventas se llena casi todos los días, que es muy difícil conseguir buenas entradas, que los periódicos dedican a la fiesta más páginas y que se palpa un ambiente de fervor inusitado desde hace años. Esto, por supuesto, no cabe atribuirlo al turismo, sino al público madrileño, joven y viejo, que vuelve a los toros o los descubre.Todo ello puede tener un inconveniente: me temo que muchos espectadores no saben ver el toro. En efecto, en los toros, como en cualquier arte (recuerdo el libro de Marangoni Sapere vedere), no basta con mirar: hay que saber ver.

No saben ver el toro, por ejemplo, los que acuden a la plaza con una idea preconcebida -buena o mala- sobre un torero y no atienden a la res que le ha correspondido para apreciar cómo la lidia.

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Hemos vivido hace poco años de abundantes corruptelas en la fiesta, y algunos críticos han hecho un gran servicio denunciándolas; pero me temo que eso ha degenerado hoy en muchos tópicos. Todas las tardes oigo los mismos gritos en la plaza, sin atender a los problemas peculiares de cada toro. Se pide indignadamente la devolución de un toro sólo porque es manso. Como si no hubiera habido siempre toros mansos -y antes muchos más que ahora-, que también tienen su lidia. Entre mis más hermosos recuerdos de aficionado están las faenas de Luis Miguel, de Paco Camino, a toros absolutamente mansos, a los que consiguieron dominar con valor y técnica.

Muchos de los gritos que oigo se deben, creo, a puritanismo más que a auténtica exigencia. Y todo puritanismo me parece malo, además de falso.

He visto no pocas corridas al lado de gente que sí sabía de verdad de toros: matadores, ganaderos, hombres del campo... ¿Se Imaginan, por ejemplo, a Domingo Ortega denunciando cojeras o dando mítines mientras un torero está toreando? Claro que no: se refugiaba detrás del ala de su sombrero y miraba al toro. Simplemente eso. Claro que él no necesitaba presumir ni demostrar a nadie lo que sabe de toros.

Casi todos los que asisten a un partido han jugado al fútbol alguna vez, le han dado patadas a una pelota de chicos. Saben apreciar muchos el mérito que tiene un regate, un quiebro de cintura, un pase largo. Temo que no suceda lo mismo con el público de toros. Muy pocos espectadores han intentado darle un pase a una becerra o, simplemente, conocen un poco el toro en su auténtica realidad: el campo. Ese es el quid de la cuestión.

No estoy pidiendo juicios más benévolos. No se trata de eso, sino de atender a la lidia que hay que dar a cada toro. Por eso me sorprende que un público tan gritador como el actual de Las Ventas no reciba con una ovación -por tantas razones- a Antoñete, no aprecie el mérito de la brega de Chaves Flores a su edad o el de Rondeño enfrentándose de salida a un manso peligroso; por otro lado, me asombra también que no pite a los matadores cuando dejan que los peones les saquen las castañas del fuego en los momentos de apuro o cuando son los culpables -ellos, no los picadores- de que se castigue desmesuradamente a sus toros.

Vuelven hoy a la plaza algunos escritores, y esto tiene también sus riesgos. El primero, que vayan a la plazápara escribir más que para ver; como aquel ilustre profesor que iba a los conciertos buscando inspiración para escribir sus aforismos filosóficos...

Recuerdo una frase de Menéndez Pelayo sobre Fernán Caballero: «Un velo de idealismo sentimental parece interponerse entre sus ojos y la realidad». Así sucede también con algunos de estos escritores: la idea previa que tienen les impide abrir los ojos y ver con ingenuidad, con senlibilidad.

La lidia, corno todo, tiene sus reglas, y el que las desconoce corre el riesgo de desbarrar si se lanza -como es frecuente, por otro lado- a formular brillantes teorías sociológicas, éticas, psicológicas... Los españoles que van a Estados Unidos suelen admirarse ante la monotonía del baseball o el football americanos. Los que no conocen las reglas del fútbol se sorprenden de que alguien se apasione por ver a unos señores en calzoncillos corriendo detrás de una pelotita.

He oído que la fiesta está muerta. Como dice la frase atribuida al Tenorio, pero que no está en él: «Los muertos que vos matáis ... ». He leído que hoy es un anacronismo. (Lo mismo decía Luis Miguel, pero con más ironía, del traje de torear.) ¡Por supuesto! En ese sentido, ¿no son anacronismos también la ópera, el ballet, el teatro en verso, etcétera?

La otra tarde, poco antes de la corrida, diluviaba. Me disfracé de pescador cántabro, con chubasquero y capucha, y me fui para la plaza. Pensaba que estaba loco y que me podían dar una medalla al mérito del buen aficionado: exponerse a una pulmonía después de haber visto tantas veces a Curro Romero... Al entrar vi una figura delgada con gabardina: José Bergamín. Más allá, la gorra hípica de Fernando Savater. Luego, la noble melena blanca del maestro Luis Calvo... Repitámoslo una vez más y todas las que hagan falta: ver el toro, disfrutar viéndolo, no es patrimonio exclusivo de reaccionarios iletrados ni golpistas castizos.

Andrés Amorós es profesor y crítico literario.

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