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En el centenario de Flaubert: la música corrosiva

«Las ideas de Flaubert son para volver loco a cualquier hombre de buen sentido. Hizo melodrama de la comedia de la vida». Ese era el juicio de Anatole France, y la música fue parte de esa «comedia» hecha melodrama y que es uno de los ejes de Madame Bovary. No trato de estudiar en ese aspecto toda la obra de Flaubert, sino ceñirme a su novela más leída. Debo recordar, sí, que Flaubert no vivió hondamente el mundo de la música: el oso gruñón vivió algo una de las etapas de la Gazette Musicale que dirigía Maurice Schlésinger, del que algo se transluce a través del Arnoux de La educación sentimental. Observador implacable de la burguesía, pero radicalmente conservador; anticlerical, pero no menos enemigo furibundo del socialismo, coloca la música en el mismo meollo del adulterio de la Bovary. En los sueños de la Emma adolescente, alumna de colegio muy religioso, se coloca una utopía, inofensiva para muchos, ofensiva de verdad en tanto en cuanto no está cercana al matrimonio con un médico de pueblo, pero sí a la atracción del gran mundo, ese gran mundo que Emma palpa un solo día al ser invitada a un castillo. Esos sueños de lo imposible van alimentados en la educación por la romanza sentimental, inseparable de los colegios y de los salones y saloncillos.«En las clases de música se cantaban romanzas que trataban siempre de angelitos con doradas alas, de madonas, de lagos, de gondoleros, apacibles composiciones todas en las que, a través de su ñoño estilo, entreveíase la atrayente fantasmagoría de las realidades sentimentales». Lo mismo ocurre con el piano y toda una técnica de la música de salón, construida sobre una aparente dificultad, apta para el pasmo de los ignorantes, arreglos de romanzas, romanzas para el piano y, sobre todo, fantasía sobre temas operísticos: eso y un dibujo que pasaba a bordado creaba en el pueblo un cierto nimbo de admiración y era gancho para amor de horteras: « Emma dibujaba algunas veces, y era un gran entretenimiento para su marido permanecer junto a ella de pie, viéndola trabajar y entornando los ojos para ver mejor su obra o haciendo bolitas de pan con los dedos. Cuando tocaba el piano, mientras más aprisa iban sus dedos por las teclas, más se maravillaba él. Tocaba con un gran aplomo y recorría el teclado de un extremo a otro sin detenerse. De aquí que aquel viejo instrumento, cuando ella lo tocaba, de estar la ventana abierta, se oyese al final del pueblo, y con frecuencia el escribiente del procurador, que cruzaba la carretera destocado y en zapatillas, deteníase para oírla, con sus papeles en la mano».

Flaubert no cuenta sino lo que ha visto de cerca, y en Rouan, en la provincia, ha oído ese piano y esas canciones y, sobre todo, es testigo del gran acontecimiento: representación de una ópera italiana con un gran tenor a la cabeza del reparto. Ahí, en el largo capítulo de la novela donde se relata ese acontecimiento, se centra el genio corrosivo, lacerante, de una prosa que rezuma, sabiduría. Con mayor técnica musical, Galdós echa a volar hacia la ternura en el episodio «Mendizábal»: la gran escena del flechazo, enamoramiento y ganas de morir de amor entre Aura Negretti y Fernando Calpena está perfectamente encuadrada como encarnación en la vida de un dúo de amor oído en la ópera italiana. En Madame Bovary todo surge normalmente al principio: el viaje ilusionado desde el pueblo, el vestido especial, el llegar con mucha anticipación, la visible colocación en el palco. Flaubert, mucho menos músico que Galdós, da, sin embargo, detalles rigurosamente técnicos, retrata de manera perfecta el canto y los gestos del tenor «divo», mientras que Emma parece soñar buena y sentimentalmente con la Lucía de Lamermoor de Donizetti: oye la música y vuelve a los sueños del colegio, porque el argumento está tomado de Walter Scott. Pero cuando aparece el estudiante León, amor platónico de la etapa anterior, desaparece la ópera porque el sentimentalismo acumulado antes se hace ahora violento deseo carnal, porque el sueño había pasado ya antes al adulterio real con el vizconde, y eso lo ve Flaubert como inseparable de la marejada sentimental que la ópera ha causado, inseparable de las imaginaciones en torno a la apuesta y provocativa figura del tenor, inseparable hasta del mismo calor de la sala.

Consumado el engaño, organizado el adulterio, le hace falta a la provinciana un pretexto para ir a la ciudad una vez por semana. Es terrible el párrafo que sigue, párrafo que combina la cursilería, la astucia y la inocencia del pobre marido, que no tiene en la memoria una «educación sentimental» así desviada. «Hacia esta época, a principios de invierno, Emma sintióse acometida por un verdadero ardor musical. Una noche, escuchándola su marido, recomenzó varias veces el mismo trozo, enojándose por ello, en tanto que él, sin percatarse de lo mal que lo hacía, exclamaba: "¡Bravo! ¡Muy bien!, ¿a santo de qué te incomodas?" "No digas eso. Lo hago muy mal. Tengo los dedos como enmohecidos". Al día siguiente, su marido le rogó que tocase "alguna cosita". "Bueno, tocaré por complacerte". Y Carlos reconoció que no tocaba tan bien como antes. Vacilaba, se perdía. Al final, deteniéndose de pronto, exclamó: "¡Ea, esto se ha acabado! Seria preciso que tomara algunas lecciones. El caso es que...!, mordióse los labios, y añadió: "Veinte francos por lección es demasiado caro". "Sí, en efecto, un poco caro es", dijo Carlos, sonriendo estúpidamente, "pero me parece que acaso pudieras recibirlas por menos dinero. Hay artistas que carecen de fama y que son preferibles a las notabilidades". "Pues búscalos", dijo Emma... Y he aquí cómo se las compuso para obtener que su marido le permitiera ir a la ciudad una vez por semana a entrevistarse con su amante. Y al cabo de un mes, incluso, se creyó que habla hecho grandes progresos». ¡Qué exacta y cruel cadencia!

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En la correspondencia de Flaubert hay no ya huellas, sino datos precisos de la lucha titánica, hecha de paciencia y de ira, para encontrar la palabra exacta. De esa lucha sale el Flaubert sociólogo sin quererlo, porque modelo de anlálisis sociológico es el Diccionario de tópicos. Basta, por ahora, reproducir algunos salidos directamente del esfuerzo para componer Madame Bovary. «Angel: queda bien en amor y en literatura». «Arpa: produce armonías celestiales». «Cantante: se traga todas las mañanas un huevo fresco para aclarar la voz». «Contralto: no se sabe lo que es». «Diletante: hombre rico, abonado a la ópera». «Diva: a toda cantante se la debe llamar diva». «Entreacto: siempre, demasiado largo». «Gótico: estilo de arquitectura dedicado, sobre todo, a la religión». « Lago: llevar una mujer al lado cuando se pasea por él». «Mandolina: indispensable para seducir a las españolas». «Melancolía: señal de distinción de alma y de elevación de espíritu». «Melodramas: menos inmorales que los dramas». «Música: hace pensar en la mar de cosas. Suaviza las costumbres. Ejemplo: La marsellesa». «París: la gran prostituta. Paraíso de las mujeres. Infierno de los caballos». «Piano: indispensable en un salón». «Romanzas: el cantante de romanzas gusta a las damas».

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