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Tribuna
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La muerte viva de un cristiano

¿Se puede vencer a la muerte? Alfonso Comín -últimamente prefería ser llamado así, dejando caer el «Carlos», demasiado solemne y genealógico-tradicionalísta- llevaba años. venciéndola. Venciéndola -alter christus, modestamente escrito así, con minúscula- totalmente, y sirviéndose del aguijón de su presencia, de su incesante inminencia, para darse a sí mismo renovada vida. ¿Vida en agonía? En el sentido unamuniano de agonía, ciertamente, pero, en el usual, de ninguna manera, todo lo contrario. ¿Es posible imaginarle en coma, en una larga prolongación inconsciente de la lucha del cuerpo contra su desintegración? No. Desde que, muy joven, le conocí, le vi siempre animoso, incluso cuando momentáneamente perdía el entusiasmo, lleno de fe y hablando siempre, como una vez he escrito, «con palabra cálida y persuasiva, un cierto acento carismático y gran encanto personal». Ultimamente, sólo le veía en los foros del hecho religioso, a los que nunca. faltó, aunque en una ocasión tuviera que retirarse, a causa de su dolencia, antes de la última sesión. Allí nos reuníamos, y seguiremos reuniéndonos, cristianos católicos y no católicos, creyentes y no creyentes, miembros de todos los partidos políticos, salvo los muy de derecha, y de ningún partido. ¿Parecerá elogio exagerado, como de tributo que situacionalmente se rinde en la hora de la muerte, mi declaración aquí de que a Alfonso le veía y ;sentía yo como el más creyente de todos? En, esta época de desencanto, él nunca se rindió al desencanto y, por eso mismo, le estaba de más, e incluso le parecía sospechoso todo intento de «reencantamiento».Yo he sido uno de los cronistas de esos foros. La noticia de¡ último entre ellos, que concebí como tal, sin duda porque en ella dialogaba principalmente con Alfonso y porque me refería a un por entonces reciente libro suyo, fue felizmente convertida, por el confeccionador de turno de EL PAIS, en reseña crítica de esta obra, e ilustrada con una foto suya. Ya entonces, y sobre todo ahora, le quedé, le quedo, vivamente agradecido a mi anónimo colaborador.

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Y puesto que es hora de confesiones públicas -a las que también él era dado-, yo confieso que no conozco en la España contemporánea ninguna trayectoria política y moral -de la religiosa ya he hablado- más limpia que la suya. Si por moral entendemos la capacidad de comprometerse totalmente -el engagement sartriano, el de Emmanuel Mounier-, Alfonso fue el arquetipo de la moralidad. Y si por moral seguimos entendiendo como él entendía -yo, no tanto- la búsqueda de la identificación desde el presente, con todo su pasado, y la asunción, hasta la coincidencia consigo mismo, de su vida entera, nadie se esforzó más que él por lograrlas. Decía al principio, y se me podría objetar, que no aceptó su genealogía tradicionalista, puesto que -es un «signo»- terminó por desbaratar el constructo nombre de «Alfonso Carlos». Creo que no quería mantener falsas señas de identidad, pero que a su raíz tradicional fue siempre fiel. Esa fidelidad, y hasta doble fidelidad, al cristianismo y al marxismo, era consubstancial a un modo de ser que venía del mejor carlismo, que pasó por aquella bellamente utópica bandera roja, que terminó en el PSUC y que renunció a una cómoda carrera de ingeniero para, tras vivir de cerca la experiencia de los oprimidos en Andalucía, abrazar la causa de los pobres de la tierra.

Yo no siempre estuve de acuerdo con las ideas de Alfonso. Pero con él, sí. Y decirlo es, junto con una apuesta esperanzadora, lo mejor que ya puedo hacer por él.

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