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Reportaje:El viaje de Juan Pablo II a París / 1

La primera visita de un Papa a Francia desde que Pío VII coronó emperador a Napoleón en 1804

Salmón ahumado, gambas, arroz en salsa, quesos y pasteles, convenientemente regado todo ello con vino tinto, vino blanco y champaña. Mañana, viernes, cuando haya concluido el menú reseñado, a bordo de un avión Airbus bautizado Titien, que le trasladará desde Roma, el papa Juan Pablo II estará a punto de aterrizar en el aeropuerto parisiense de Orly. Serán las dieciséis horas, aproximadamente, cuando el jefe de la Iglesia católica pondrá los pies en Francia por primera vez desde hace 176 años, cuando Pío VII fue «arrastrado» por Napoleón para que asistiera a su coronación. Oficialmente se trata de una visita pastoral y, sin duda alguna, el conflicto latente entre la Iglesia de Francia y el Vaticano figura de manera primordial entre las preocupaciones del Papa. Pero la gigantesca movilización que su visita ha provocado en este país hace prever un fenómeno de propaganda y de prestigio para la Iglesia que, a su vez, implica consecuencias sociales y políticas.

El soberano pontífice, invitado por la Unesco, por el episcopado francés y por el presidente de la República, Valery Giscard d'Estaing, permanecerá en Francia hasta el día 2 de junio. Se manifestará en público en París, en la barriada periférica de Saint-Denis y en Lisieux, villa normanda de santa Teresa de Lisieux. A pesar de que las autoridades religiosas han temido en algún momento la competencia de la televisión y que «Francia no es América Latina, ni Polonia, ni Africa», el éxito popular se da por descontado. Ni los responsables de la Iglesia ni los civiles han regateado los medios de toda índole, empezando por los seis millones de francos (cien millones de pesetas) que parece ser se han presupuestado para recibir dignamente al pontífice.Desde hace ya varías semanas se agotaron las 50.000 entradas del Parque de los Príncipes (el campo de fútbol de París), en el que el Papa celebrará una velada nocturna con los jóvenes franceses. Se estima que a Lisietix van a acudir entre dos y tres millones de personas. En la misa que celebrará en el aeropuerto de Le Bourge, asistido por cuatrocientos concelebrantes, dicen los informes policiales especializados que habrá más de un millón de fieles; a lo largo de sus desplazamientos por las calles de la capital, curiosos o motivados por otras razones, otros dos o tres millones de personas garantizarán el triunfo popular del Papa.

También se habla de cientos de miles para cifrar la masa que se trasladará a la periferia «roja», es decir, a Saint-Denis, en donde el Pontífice se enfrentará con los movimientos de Acción Católica, con los emigrados, con los obreros, en esa barriada, dirigida por un alcalde comunista, que le recibirá con todos los honores. Nada se ha escatimado en Francia para celebrar al Papa o para «recuperarlo», según se estima generalmente, a la vista del interés de personas, grupos o partidos políticos que doctrinalmente militan en la acera de enfrente. Incluso el presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, monseñor Etchegaray, conviene en que «esto es inevitable, incluso por parte de los políticos».

A pesar del «alboroto» externo, la visita de Juan Pablo II a Francia tiene un carácter religioso esencial para el Vaticano y para la Iglesia de este país. Ayer, en un mensaje radiotelevisado que les dirigió a los franceses, el Papa mencionó «el caso especial» que constituye la Iglesia de Francia, que, según sus propias palabras también, «vive una crisis de crecimiento». La diplomacia del verbo apenas oculta los hechos: entre el Vaticano y la que fue hasta hace algunos lustros «la hija mayor de la Iglesia» las fricciones, y los encontronazos a veces, visibles más o menos, han creado una situación conflictiva que, estiman los franceses, se ha complicado «porque Juan Pablo II desconoce nuestro país».

La iglesia de Francia es una fuerza social en el país, pero una fuerza que se debilita lenta e inexorablemente desde el final de la segunda guerra mundial. Dicho más directamente, el catolicismo francés está en crisis, como ocurre en la mayoría de los países industrializados. Esa crisis o ese «agotamiento del cristianismo francés», tal como lo expresan los medios interesados, constituye la razón fundamental de la «incomprensión» entre el Vaticano y la iglesia de Francia. Juan XXIII había sido nuncio en París y decía que Francia «es mi segunda patria». Pablo VI estaba impregnado de cultura francesa. Juan Pablo II, papa conciliar pero talante a la hora de la doctrina, no «siente» a los franceses como sus antecesores y de ahí, según sus propias palabras, «voy a París, no juzgar a la iglesia de Francia, sino a comprenderla».

La crisis del catolicismo francés, en primer lugar, se evidencia a través de los números: el 84% de los ciudadanos de este país se declaran católicos, pero sólo un 10% son practicantes, y hace un año, el 30% afirmaba no creer en Dios (diez años antes este porcentaje era del 17%). En 1968, el 91 % de los católicos bautizaban a sus hijos, y diez años más tarde, el porcentaje ha bajado al 76%.

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La enseñanza católica de primera y de segunda enseñanza sólo es practicada por un 15% aproximadamente de los católicos, y de los 100.000 profesores con que cuenta dicha enseñanza en Francia son religiosos el 10%. En 1968, el 78% de los católicos se casaban religiosamente, contra el 70% diez años después. Otro índice del declive visible del catolicismo: las vocaciones religiosas. En 1951 se ordenaron mil sacerdotes, contra quinientos en 1968, y sólo un centenar cada uno de los últimos años. Por el contrario, durante los últimos treinta años, 2.500 sacerdotes han abandonado su ministerio.

Las razones de la crisis del catolicismo francés que son, a su vez, el origen de la «incomprensión» entre la iglesia de Juan Pablo II y la francesa, no son las que, con simplismo, exponen los integristas galos acaudillados por Lefébvre.

Para este último y para sus seguidores (ínfimos cuantitativamente, pero alborotadores al máximo) no existe duda alguna: el «diablo» introducido en la sacristía es el Concilio Vaticano II y todo su modernismo.

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