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El cheque escolar y la libertad de unos cuantos

Los defensores del denominado «cheque escolar» o bono para educación destacan una y otra vez de entre las presuntas virtudes del mismo una básica atribuible, según ellos, a ese instrumento maravilloso: hace posible la libertad de enseñanza. O, dicho de otro modo, permite a los padres elegir el tipo de enseñanza que prefieran para sus hijos. Para garantizar este objetivo -al parecer, prioritario frente a cualquier otro- el Estado debe orientar a tal fin, y sin demora alguna, los oportunos fondos públicos. Esta tesis es compartida y aun auspiciada por el partido del Gobierno, que pronto defenderá a capa y espada un proyecto de ley al efecto (el de financiación de la enseñanza obligatoria), defensa que algunos portavoces gubernamentales gustan a veces de justificar invocando convenios y pactos internacionales firmados por España.Pero esas invocaciones pretendidamente internacionalistas (o más bien, esas peculiares interpretaciones de los acuerdos internacionales) son harto engañosas, y el hecho cierto es que, una vez más, España es diferente y que hay Pirineos. No lo digo en esta ocasión porque la fórmula en que se inspira el cheque de marras sea por el momento una mera entelequia en esos países que también firman convenios internacionales sobre la libertad de enseñanza, cosa que a estas alturas ya sabe todo el mundo. Aquí a lo que voy a referirme es a que en la mayoría de los países industriales que componen la OCDE, hay -aparte de la aspiración a la libertad de enseñanza, noción que por otra parte se interpreta en dichos países de modo distinto al habitual en UCD- otras metas que se persiguen con mas ahínco. Quiero aludir, señaladamente, a la generalizada aspiración a la igualdad en materia educativa, que se considera un indispensable requisito para avanzar hacia una reducción de las grandes desigualdades sociales existentes.

La igualdad de oportunidades para todos los niños o igualdad educativa es un concepto que ha ido evolucionando a lo largo de los últimos quince años. En eso se insiste en dos recientísimos informes de la OCDE. En uno de ellos, el profesor M. Kogan pone de relieve que en una primera fase, y dado que las dificultades que habían de superarse eran esencialmente económicas, se supuso que bastaría con hacer posible la gratuidad en la enseñanza primaria para que la igualdad fuese un hecho. Que en una segunda fase, y visto lo erróneo del planteamiento anterior, se tendió a promover un conjunto de medidas de educación compensatoria (entre otras, el aumento de las instalaciones gratuitas de enseñanza preescolar). Que la reconocida insuficiencia de esas medidas conduce, a su vez, a una tercera fase en la que se intenta ir más lejos y paliar las causas externas que influyen en el fracaso escolar de muchos miembros de ciertos grupos sociales, a través de acciones compensatorias específicas de carácter complementario, cifradas en la asistencia social de diverso tipo a los niños de las familias peor dotadas económica y culturalmente.

En el otro informe, H. J. Noah y J. D. Sherman han podido, así, subrayar que el intento de igualación educativa se ha ido transformando en una política deliberada de asignar fondos en forma desigual para proveer servicios educativos adicionales a los niños con necesidades educativas especiales. Necesidades que surgen de determinadas circunstancias: insuficiencia económica de la familia, relacionadas con la situación geográfica, referentes a alumno de lento aprendizaje por motivos físicos o psíquicos, etcétera. Los objetivos, pues, se han ido transformando razonadamente a la vista del análisis de la realidad encaminándose hacia una concepción de la igualdad de oportunidades como igualdad de resultados educativos.

No está de más añadir que el bono para educación promovido por la entonces Office of Economic Opporturtity y diseñado por Ch. Jencks, el que más tarde sirviera para inspirar el experimento de Alum Rock (que es a lo más que se ha llegado en la «aplicación» de los bonos), también perseguía, entre otros, objetivos claramente compensatorios. De hecho, hoy día se considera (Education Vouchers in Kent, 1978) que cualquier esquema de bonos que no incluya entre sus características la asignación de cantidades distintas en función de la situación económica de las familias ha de rechazarse de plano.

En España, sin embargo, no se camina en esta dirección. Y ello pese a que la Constitución consagra la igualdad como uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico (art. 1) y determina que el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos (art. 31). En nuestras latitudes, la equidad parece ser algo distinto y el Gobierno prefiere orientar los fondos públicos a otros propósitos. Nuestro Ministerio de Educación, por ejemplo, tiene ideas definidas al respecto y es de la opinión de que, «en un estado democrático moderno», la política social «debe perseguirse fundamentalmente con los ingresos públicos», según ba hace poco a un popular semanario. Toda una novedad doctrinal y además una lección que los Estados miembros de la OCDE cuyas políticas educativas son objeto de análisis en los repetidos informes, harán muy bien en aprender para rectificar su rumbo -que aún están a tiempo- reorientando el gasto público hacia objetivos menos esotéricos. ¡Si es que no aprenderán nunca estos europeos! Aun que tal vez el señor ministro quiso referirse a Estados de la edad moderna y no de la contemporánea.

Sea como fuere, el caso es que en España apenas se aspira, por el momento, a cubrir y malamente la primera fase de las mencionadas más arriba: no puede, por tanto, decirse que el ejemplo ajeno haya servido para avanzar gran cosa en la percepción del problema en toda su hondura y complejidad. Como ilustración, puede recordarse que en 1976, el informe de la comisión evaluadora de la LGE no sólo denunciaba la existencia en el 70% de los centros estatales de EGB del pago de «permanencias» (concepto, por otra parte, ilegal) que llegaban en ocasiones a superar las 3.000 pesetas anuales de entonces, sino que además registraba más de medio millón de niños mal escolarizados, contando sólo los «casos de notoria gravedad». Tal vez la situación haya cambiado algo, pero cuesta creer que se haya solucionado del todo. Y, desde luego, las medidas de carácter compensatorio, incluso a un nivel mínimo, prácticamente brillan por su ausencia. Pero eso no impide al Gobierno encauzar los escasos fondos públicos hacia quienes no tienen necesidad de compensación alguna, utilizando además como vía ese paradigma de arbitrismo que es el cheque escolar.

No me extenderé en los posibles efectos de esta política que, a buen seguro, se traducirá en resultados escolares peores para los asistentes a escuelas peor dotadas y provenientes de grupos sociales en situación de desventaja económica relativa, ni en la negativa y duradera influencia que dichas deficiencias académicas tendrán en las posibilidades de que los afectados accedan a niveles educativos superiores, ni siquiera en el reflejo de tal situación en el futuro estatus laboral y económico de los mismos. Tampoco voy a detenerme en la cuestión de que incluso esta política compensatoria, de la que aún estamos a años luz, ha sido estimada por algunos autores norteamericanos (Bowles, Carnoy) como insuficiente para reducir significativamente las disparidades en la capacidad de ganar de quienes provienen de distintas clases sociales ya muy separadas entre sí en términos de riqueza y renta y en otros términos. Para el partido del Gobierno, a juzgar por el repetido proyecto, todo esto no pasara de ser un montón de minucias. Y, además ,qué importancia tienen esas bagatelas si a cambio se llega a alcanzar la ansiada libertad de enseñanza? A decir dos palabras sobre esa cuestión dedico las últimas líneas de esta nota.

Para empezar, de las familias acomodadas que prefieren colegios privados para sus hijos (que son bastantes) difícilmente puede decirse que carezcan ya hoy de libertad de opción. Huelga, pues, subvencionarlas a tal fin. En sentido, opuesto, con sólo el cheque escolar en la mano, muchas familias pobres que no puedan satisfacer los gastos de las enseñanzas no regladas previstas en el proyecto, o los de transporte y comedor (si eligen un colegio situado lejos de su vivienda), seguirán sin materializar su teórica libertad de opción. Pero no es eso todo (he tratado de analizar con más detalle el proyecto gracias a la generosidad de este diario, en EL PAIS 6-7 de enero de 1979). Aquí sólo me referiré, por su valor ilustrativo y por su gravedad, al caso de que si en un centro la demanda de plazas supera a la oferta disponible, algunos o muchos de los que han elegido ese centro se quedarán sin entrar, y al no determinarse en el proyecto cómo se establecerán las preferencias de acceso, caben toda clase de arbitrariedades. En el mejor de los casos, se pueden establecer baremos basados en resultados académicos o test de inteligencia, pero incluso éstos ya suelen venir influidos por el origen socioeconómico de los alumnos. Reaparece así la importancia del tema de las medidas compensatorias o encaminadas a hacer disminuir las diferencias entre niños de distinta extracción social: precisamente para poder hacer una realidad esa evanescente libertad de opción, que en el proyecto sólo parece pensada para unos pocos. En el contexto español actual es más verdad que nunca lo que no hace mucho tiempo se decía en un editorial del periódico británico The Observer: que «la posibilidad de elección nunca ha existido para la mayor parte de los padres y nunca podrá existir para todos.

Solamente existe para los ricos, los poderosos y para aquellos que tienen esa clase de hijos que cualquier escuela estaría satisfecha de tener».

Javier Díaz Mellado es economista y master en educación por la Universidad de Stanford (Estados Unidos).

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