Del naranjero al naranjito
De todos los problemas con que el país se enfrenta en estos días de crisis, hay uno que exige una resolución inmediata. Por otra parte, y en contraste con todos los demás -cuyo carácter enigmático e incontrolable hace temer soluciones a largo plazo, tras una multitud de penalidades, esfuerzos y sacrificios-, la liquidación de este caso se puede y debe producir antes de que termine la primavera. Que nadie se llame a engaño: ni el paro ni el terrorismo, ni la depresión económica, ni el descontento político, ni el recelo recíproco entre las diversas entidades sociales quedarán ventilados en los meses venideros. La crisis va para largo. 1979 empezó muy mal, ha consumido casi media vida entre bandazos y sobresaltos y, seguramente, terminará de forma inquietante.
En un panorama tan sombrío, lo menos que un Gobierno puede hacer por su pueblo es concederle aquello que está en sus manos, un leve respiro de alivio para soportar el próximo trance, que no tardará. Por eso, ante la inminencia del nuevo bofetón del terror es preciso cuanto antes suprimir El Naranjito. Es preciso suprimirlo ya. Ya. Suprimirlo, aniquilarlo, enterrarlo, olvidarlo como un mal sueño. Que no se reproduzca más, que no se publique, que no llegue a la retina de los españoles, que no asome a la calle ni alcance sus hogares. Ha sido un mal paso, que puede tener consecuencias funestas, pero que todavía se puede enmendar. Espero fervientemente que el país no dejará crecer ese monstruo, insultante resumen de sus más sobresalientes defectos: la ramplonería, la voracidad, el homúnculo vegetal, la repugnante sonrisa, el satánico desprecio al ridículo. Por favor, que no se entere el mundo que hemos engendrado eso. ¿Cómo vamos a convencer a nadie de que somos víctimas de una conjura internacional cuando tratemos de exportar semejante producto de nuestras mismísimas entrañas? Repito: que nadie se entere que hemos parido eso, por un poco de dignidad.
Será preciso apelar a los poderes públicos, al señor ministro de Cultura, a la Corona si es menester, pero que se suprima eso. Que nadie se sienta herido, pues un mal paso lo tiene cualquiera, y si el precio de su desaparición es la inocencia de los culpables, sea. Que no se busquen responsabilidades, aunque el caso bien lo merezca, con tal de no conceder publicidad al engendro. Pero, por el contrario, si los poderes públicos no atienden esta vez la más sensata y humilde súplica; si permiten que viva el recién nacido, entonces que lluevan las dimisiones, que el país vaya a la huelga, que se produzca el colapso; y yo seré el primero en exhortar al pueblo a echarse a la calle para acabar con el monstruo. Me temo que soy -desgraciadamente- eso que se llama un hombre de orden, pero ante un caso así no dudaré en abrazar la revolución (y las revoluciones por cosas concretas son las que me merecen el mayor crédito) antes que vivir en un país dominado por semejante espantajo.
Se ve que los frutos del naranjo son de naturaleza muy diversa y de muy dispares consecuencias. Si buena parte del país vive de uno de ellos, otra muy considerable murió por otro de ellos. Pero este último, si no se suprime a tiempo, puede ser la causa de una grave discordia civil, quizá la segunda en importancia en lo que va de siglo.
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