Truman Capote, una sombra que pasa por Madrid
Entrevista con el autor de "A sangre fría"
Para asistir a la sesión de hoy de La clave, en la que se discute el papel y el compromiso de los intelectuales, Truman Capote, el novelista americano que con más fuerza ha roto los límites entre la novela y el reportaje, pasó por Madrid. Escritor desde los seis años, publicando desde los dieciocho -«hay futbolistas que jugaron desde niños y pianistas que comenzaron a tocar temprano. No veo por qué no un escritor»-, en su misma persona es difícil delimitar los límites, de la ficción y la realidad.
Hace ya algunos años, dos hombres fueron condenados a la horca en Estados Unidos. Cinco años antes de su ejecución, un periodista y un novelista, por otro lado, había comenzado a visitarles con asiduidad en aquella penitenciaría, había coleccionado su confianza a pequeños trozos y había asistido a su ejecución. Luego podría contar cómo, embutidos en aquellos trajes ceremoniales, que mantenían los espasmos físicos del miedo en su estricta intimidad de astronautas, los condenados a muerte le habían mirado con los ojos de gacela despedida, alguna lágrima se había escapado de los guardianes conscientes de la desgracia, y había sentido una desesperación fraudulenta. en quien menos podía esperarla. A sangre fría fue considerada como un alegato contra la pena de muerte, y al lado del crimen que la administración de la justicia perpetraba, aquel de origen pasaba a ser una auténtica vulgaridad, y los supuestos criminales, unas víctimas, pobres psicópatas que ya desaparecían porque la burocracia de la justicia es imparable. Truman Capote ponía en marcha lo que poco más tarde habría de llamarse nuevo periodismo, y su libro se consideraba un hecho crucial: es taba naciendo la novela non-fiction.«A la largo de mi vida -dijo Truman Capote a EL PAÍS- he escrito ficción y he escrito reportaje. Pues bien, siempre he pensado que el periodismo ha sido mal entendido, que los criterios de verdad se malinterpretaban... Sólo cuando yo era un novelista conocido, un escritor de algún modo instalado, me puede permitir demostrarlo: tanto para esos personajes que no habitan sino en nuestra cabeza, como para contar esos otros que tienen existencia propia, hace falta salir de nuestra piel y entrar en sus razones, en su inteligencia, en su pensamiento y sentimientos. La única vía eran los recursos del estilo novelístico. Así que el escritor que quería y quiere contar la verdad tuvo que intentar aplicar a la prensa los medios de credibilidad de la novela. Su estilo de novelista.»
Cuando Truman Capote entró en la cafetería del hotel Palace hacía ya un rato que los periodistas esperábamos. Era el tercer intento de una entrevista crucificada finalmente por la diferencia idiomática, por el mal humor del americano -a quien Televisión Española parece haber dejado con cierta sensación de fraude- y por la manía sintetizadora de la joven traductora, que pelea ahora con lo que ya es una rueda de prensa, enfrentada al diablo de las lenguas. Un sombrero de anchas alas, como corresponde a su dimensión sin duda mítica, sobre la figura pequeñísima, los ojos azules y risueños de una cara como sin terminar- de hacer, la voz cascada y metálica, y los gestos irónicos y un punto amanerados, esas gafas de sol turísticas y la corbata tiffany's, amarilla discreta, sobre camisa rosada y entre sweter asalmonado beige, muy del Village, del Greenwich Village, donde está pasando la bohemia americana y su última novela.
«¿Quién dice que yo escribo para ricos? No creo que en América haya tantos ricos como ejemplares, millones de ejemplares, he vendido de mi A sangre fría. Por otra parte, los jóvenes ricos americanos se me han puesto en contra por mis libros... Mis libros no van de ricos ni de poderosos, aunque -y se ríe, y guiña los ojos azules, y hace que limpia con una uña las otras superlimpísimas de la mano diminuta-, la verdad, que los ricos como tales son muy interesantes a veces en novela: ¡qué hubiera hecho Proust sin ellos! Estoy convencido -dice en su inglés chirriante- que si Proust viviera y fuera americano escribiría lo que yo. »
Nadie dice que Truman Capote escriba para ricos. Se dice, sí, que, con Salinger, es el representante de la novela de la América opulenta, de la nueva mala conciencia americana, que ya no está, como en los tiempos anteriormente míticos, en el drama del paisaje y sí -como en esos viejos tiempos- en el de la identidad: pero otra.
«¿Salinger? -dice- Hace mucho que no escribe. No; ya no es budista, pero está retirado en esa granja suya», y hay ira tamizada por los gestos en sus palabras.
El último Truman Capote publicado en España es su autobiografía: Los perros ladran, que él gusta de llamar «su atlas personal». Es esa novela verité vuelta a su propia vida: una trampa, quizá, para las ocultaciones, para las oscuridades voluntarias.
«No hay diferencia -dice-, no hay diferencia, He construido mis memorias como cualquier otro reportaje. Ahora, la figura a inventar, la figura a transmitir como verdadera y, por tanto, con los recursos de la novela, era yo mismo. »
Y se cierra en banda. No cuenta que desde el título su autobiografía era como una agresión que debía ser traducida como Ladran, luego cabalgamos, porque de la frase que un día le dijera André Gide, en su primer viaje europeo, y que muchas veces tuvo que recordar en la vida, faltaba el final: pero, la caravana sigue. Los perros son esos enemigos a los que se refiere irónico («efectivamente, con la fama he perdido muchos amigos. Pero no les odio ni les echo en falta»), o los que le han confundido, un poco por su vida viajera y carcelaria -la última noticia recogida en periódicos españoles era una detención de tantas por conducir semiebrio-, otro poco por su intervención pública, que es la que le trae aquí, y que tiene mucho que ver con el compromiso del escritor.
«Yo he intervenido políticamente, sobre todo, en dos momentos y en los dos han dicho de mí que era comunista. Primero, como buen número de intelectuales norteamericanos, protesté contra el maccarthismo. McCarthy, como se sabe, decía de todo el mundo que era comunista... Y, luego, cuando Cuba. Yo viajé a Cuba y conocí a Castro, y en América formé parte de un comité de escritores y artistas llamado Fair Play con Cuba, en el que se pedía de la Administración una conducta justa para con el Gobierno de Castro. Naturalmente, entonces también me llamaron comunista. Y bien, yo no soy comunista. Soy -y lo dice riendo un poco- socialista.»
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