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Tribuna
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La Francia postelectoral

En todos los Estados democráticos, el jefe del poder ejecutivo está más o menos sometido a plazo. Es la esencia del régimen representativo, que permite al pueblo soberano cambiar de equipo dirigente cuando estima que éste ya no sirve. Pero, en un momento dado, la extensión previsible de ese plazo varía considerablemente de un país a otro. Por el momento, no hay apenas dudas de que la mayor parte de los Gobiernos de la Comunidad Europea podrían sentir envidia de la longevidad con la que parece estar garantizado el señor Giscard d'Estaing.Esa longevidad es tanto más notable por cuanto Giscard no ganó más que por los pelos la elección presidencial de 1974, y habría bastado que 100.000 franceses votasen de otra forma en las elecciones legislativas de marzo de 1978 para que se hubiese encontrado ahora frente a una mayoría presidencial hostil. Pero como la izquierda perdió, y ninguna otra consulta nacional está prevista antes de las elecciones presidenciales de 1981, todo inclina a pensar que acabará tranquilamente su septenato y que podrá acudir a la reelección con bastantes posibilidades de éxito. En un mundo en el que la mayor parte de los Gobiernos se dedican a acechar el mes en el que podrían consultar al cuerpo electoral con el menor riesgo de ser batido, una tal perspectiva confiere, por sí misma, una autoridad particular.

En el caso del señor Giscard d'Estaing, esa autoridad es tanto más fuerte por cuanto no se encuentra realmente contestada. Se trata también de un hombre que ha ganado singularmente en seguridad, de forma que se le ha podido ver recientemente mantener, durante dos horas, en una sala todavía llena de recuerdos del general De Gaulle, una conferencia de prensa a la manera de las que celebraba aquél.

Hay que decir que esa autoridad se ha visto considerablemente reforzada después de las elecciones legislativas, tanto por la situación de la izquierda como de la mayoría. En la izquierda se debatirá durante mucho tiempo sobre si el Partido Comunista ha querido deliberadamente el fracaso, con el objeto de impedir la llegada al poder de los socialistas, o si solamente ha aceptado el riesgo de ese fracaso para no permitirle una posición de preponderancia. Pero el hecho es que la polémica entre el PC y el PS que naturalmente desanimó a un cierto número de electores a votar por sus candidatos, se ha reanudado ostensiblemente después de las elecciones: cada uno de los dos socios de ayer considera al otro responsable de la derrota común, y François Mitterrand ha declarado oficialmente caduco el programa común, sobre el cual se había establecido la Unión de la Izquierda. Ya desde ahora se sabe que los comunistas presentaran un candidato propio a las elecciones presidenciales de 1981, contrariamente a lo que hicieron en 1974, en que sostuvieron la candidatura del señor Mitterrand. Su objetivo principal es obtener más votos que el PS, lo que, sin duda, dejaría a éste lejos durante mucho tiempo de poder presentarse como líder de la izquierda y podría muy bien conducir a su desintegración.

Por otra parte, es claro que el Partido Socialista padece, por el momento, una cierta postración. Su minoría de izquierda, el CERES, estima que las responsabilidades de la ruptura del programa común corresponden a los dos partidos. Michel Rocard, ex secretario general del Partido Socialista Unificado, hoy diputado socialista por Yvelines, y Pierre Mauroy, diputado y alcalde de Lille, heredero de la vieja SFIO, el partido de Guy Mollet y Leon Blum, se presentan cada vez más como candidatos rivales a la sucesión del señor Mitterrand, que, a los 62 años, a pesar de los golpes que representan para su prestigio tres fracasos consecutivos, considera que aún no ha llegado el momento del relevo.

En cuanto al Partido Comunista, uno de sus intelectuales más renombrado, Louis Althusser, le aconsejaba en los días que siguieron a las elecciones, en sonados artículos publicados en Le. Monde, «salir de la fortaleza». Pero el partido ha elegido el camino contrario. Negándose a ceder el menor terreno a los centenares de militantes que reclamaban un verdadero debate interno sobre las responsabilidades del fracaso de la izquierda, el partido subordina todo, por el momento, al mantenimiento de su disciplina, tanto táctica como ideológica.

En el seno de la mayoría, se ha producido una transferencia. Aunque el partido heredero del gaullismo, el RPR, continúa siendo el más numeroso en la Asamblea Nacional, ha perdido, después de la presidencia de la República la jefatura del Gobierno. Y si el actual presidente de la Asamblea continúa siendo un compagnon del general De Gaulle, Jacques Chaban-Delmas, lo cierto es que se trataba del candidato del Elíseo y no el del jefe del RPR, Jacques Chirac, que apoyaba al presidente saliente, Edgar Faure. Chirac ya no tiene más que una posición realmente sólida, la alcaldía de París, que consiguió, tras fuerte lucha, el año pasado.

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Dos Giscard

El acaparamiento de la República gaullista por los antigaullistas continua por medio de la instalación, en numerosos puestos claves de la Administración, de personas fieles al presidente de la República. Pero también es cierto que al mismo tiempo se considera a éste, por muchos motivos, tentado de presentarse antes como continuador del general que como liquidador de una política que no se ha privado, sin embargo, de criticar.

Giscard llegó a denunciar el ejercicio solitario del poder por el general De Gaulle. La forma en que él lo ejerce no es tan diferente. Su negativa a reintegrarse en la OTAN, su simpatía por el Quebec, el diálogo Norte-Sur, las intervenciones en Africa, las tomas de posición pro árabes y pro palestinas, el malhumor hacia un presidente norteamericano del que no se aprecia más su política económica que su política con la Unión Soviética y el continente negro; todo esto, y hasta la particular atención prestada a España, se sitúa en gran medida en la línea gaullista, incluso si la elección de los amigos deja entrever tendencias más conservadoras que las del general. Pero son las elecciones europeas del año próximo las que mostrarán realmente a qué atenerse. Es entonces cuando se verá cuál de los dos Giscard saldrá triunfante: el continuador de De Gaulle o el discípulo de Jean Monnet. De todas formas, cualquiera que sea su voluntad de interpretar primeros papeles, no va con su temperamento contribuir a la defensa de la herencia nacional con la aspereza sombría de un De Gaulle o de un Michel Debré. Además, hay que decir que, incluso si la ambición de jugar un papel en política extranjera parece ahora prevalecer en él en detrimento de otras consideraciones, para Francia y para cada uno de los franceses, el problema número uno sigue siendo de momento el orden económico y social.

Con un millón de parados, con una tasa de inflación sobre la que el primer ministro acaba de admitir ante periodistas anglófonos, que podría alcanzar el 11% en 1978, el poder corre el riesgo de verse obligado a hacer frente, después de las vacaciones veraniegas, a una rentrée agitada. Es significativo que la UDF, el partido propiamente giscardiano, comienza a reprochar a Raymond Barre el no introducir suficientemente el concepto de lo social en su política económica. Redactor-jefe del diario Le Monde. Comentarista político.

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