El príncipe Travolta
El reino de este John Travolta es uno de los suburbios de Nueva York, a los que ya nos tiene acostumbrados el cine americano. En él vive, trabaja y pasea su silueta de hoy, su rostro de ojos hirientes y sonrisas de escualo. Es el rey o, si se quiere, el príncipe. Las chicas le adoran, su patrón le estima, su padre le soporta. Es jefe de su pequeño clan y príncipe de la noche del sábado, que consume el sueldo de toda una semana en el mundo apretado, estereofónico, y a la vez familiar, de la mejor discoteca de su barrio.Genuina representación de un tipo de juventud que hoy día se da la mano por encima de razas y países, su caso, su imagen, no podía faltar en el zurrón de los grandes cazadores de Hollywood como pieza clave que, de cuando en cuando, gustan de servirnos. Pues este John Travolta viene a representar en los tiempos que corren, un mito, heredero a su modo, del que encarnaron en su día James Dean o aquel Marlon Brando de sus años juveniles. Imitados, solicitados por otras juventudes de las que no eran sino espejo y que, a su vez, adoptaron sus modales, costumbres y actitudes, es posible que este mito de ahora dure más que sus antepasados, en parte porque su lanzamiento es más agresivo y eficiente, y en parte también porque, en su apariencia superficial, responde a un estado de crisis más acusado, más universal que en casos anteriores.
Fiebre del sábado noche
Dirección: John Badhem. Guión: Norman Wexler. Intérpretes: John Travolta, Karen Gorney, Barry Miller, Martin Slaker. Musical. EEUU. 1977. Locales de estreno: Lope de Vega y California
Presentar tal tipo de juventud, sus vagos ideales y sus vacilaciones, acertar con el tipo que mejor le encarne, buscar un argumento idóneo y lanzarlo al mercado con un mensaje capaz de llegar a los jóvenes espectadores es la meta que se ha propuesto Badham.
Para llevar a cabo tal operación se ha servido de dos bazas fundamentales: un animal de cine elemental, buen actor y bailarín excelente y una banda sonora que, como el mismo protagonista, se apodera en un instante del público. El recipiente donde tal reacción se lleva a cabo es una especial probeta de colores, un lugar de los que existen en todas latitudes, la consabida discoteca, prolongación de otros felices mundos subterráneos. En tal lugar, donde los sueños vagan entre sudor, olor, sexo, droga y efectos musicales tiene lugar la historia, una anécdota lo suficientemente elemental como para que los espectadores no aparten demasiado tiempo de su mirada los reflejos musicales o las piernas felinas de este Tomy que desea llegar a más, prosperar en lo social y lo económico desde que la chica con la que sueña le hace ver que el mundo verdadero comienza al otro lado del río, lejos del clan, de la familia y los amigos.
Tales problemas, tal ambiente y peculiar filosofía, nacidos de un artículo del New York Magazine, convertido más tarde en guión por Norman WexIer y, a su vez, en libro por Guilmour, es un ejemplo de cómo una difusa idea elemental ha ido tomando forma al pasar por diversas manos hasta llegar a concretarse en el destino de una pareja.
Aun dentro de su realización elemental, la historia cuenta con alguna que otra buena secuencia, como la presentación de los tipos principales que chocan con las es cenas costumbristas del hogar de Tony y, sobre todo, con las del hermano cura, incluido en el guión seguramente porque, como alguien dijo, en el ghetto italiano de Nueva York todo joven acaba de sacerdote o gangster. Pero, dejando a un lado toda cualquier anotación social que el filme no afronta, por supuesto, esta noche del sábado que en sus últimas horas no se salva de consabidos tópicos, nos deja, a pesar de su final tonto y feliz, un sabor a algo frustrado y roto, a búsqueda inútil que incluye, desde la religión al sexo, toda una escala de valores en trance de morir.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.