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Jiménez Cossío, un internacionalista de la cultura

Profesor de la Universidad de Birmingham

Manuel Jiménez Cossío, inspector general de la Unesco, que falleció recientemente, a los 59 años, era hijo de una de las figuras más esclarecidas de nuestro panorama intelectual de la primera mitad del siglo. Alberto Jiménez, como es sabido, fue el creador de la Residencia de Estudiantes, donde Manolo se crió en un ambiente cultural que atrajo a los mejores intelectos de España y del extranjero. Reinaba allí la tolerancia que obedecía a la honda creencia de Giner y de Alberto Jiménez, de «levantar el alma del pueblo entero» que implica máxima confianza en «el afán de reforma de todo español», cualesquiera que sean los «dogmas o doctrinas que informen su conducta». Esta norma, junto con las propias de Alberto Jiménez expresadas en sus libros-clave sobre la Universidad Española Moderna, explican en parte la gran labor de Alberto, máximo inspirador de nobleza y entusiasmo. La Residencia era una especie de corte de Weimar en que su Goethe era no sólo Alberto Jiménez, sino también el poeta Juan Ramón, que había de recibir años después el premio Nobel. La Residencia estaba en contacto con la Institución Libre de Enseñanza, creada por Giner y Manuel Cossío, abuelo de Manolo, esteta, filósofo y orador brillante que en su extraordinario libro El Greco «descubrió» al pintor que hasta entonces tanto los críticos como el público habían menospreciado. Natalia, su hija, contribuyó con su presencia, actividad y sensibilidad estética a crear en su casa de la Residencia el ambiente y el espíritu imponderable que nunca han logrado captar los imitadores ni comprender los detractores.

Ser nieto de Manuel B. Cossío e hijo de Alberto Jiménez, era ya más que suficiente distinción. Manuel Jiménez se educó en la Institución y vivió en la Residencia, donde pudo beneficiarse del raudal de experiencias e intervenciones que allí efectuaron personalidades de primerísima fila. La lista es larga e imposible hoy de completar. Todo el saber de España y de Europa pasó por aquella noble casa de cultura, sin que ello alterase la sencillez y buen gusto que convertían en obra de arte el quehacer intelectual diario.

Manuel Jiménez Cossío, al abrirse a la vida en el centro de esta actividad sin paralelo, asimiló su internacionalismo cultural que le preparó para su futura y brillante carrera de funcionario internacional. A este ambiente, en Madrid, se añadió más tarde su formación superior en la Universidad de Cambridge, de la que pasó a su etapa de México, donde dirigió brillantemente la famosa compañía Sprattling de platería y joyas artísticas.

Una biografía plena

En 1946, se incorporó a Unesco en Londres. Allí, y poco después en París, supo desplegar todas las cualidades adquiridas. Pronto se vio que poseía las dotes necesarias para convertirse en el representante ideal de la Organización ante las naciones del mundo. Variados y difíciles fueron los nombramientos por los que, gracias a su puro valer, fue ascendiendo en la Unesco. Aún el más duro, el de director del gabinete del director general, René Maheu, de cuyo cargo sus predecesores habían tenido que retirarse agotados y enfermos por el volumen de trabajo y las tensiones, los asumió con su serenidad, su dominio de sí mismo, su don de gentes, su mucho saber de personas y del funcionamiento de la organización. De allí pasó a ocuparse de relaciones exteriores, con un enorme éxito internacional. Desde hace dos años era inspector general. Todos estos cargos implicaron frecuentes viajes a las más variadas regiones del mundo. Manuel los realizaba con la más evidente naturalidad y entusiasmo, hablando siempre a todos los pueblos el mismo idioma de la amistad y la cultura, ese idioma que le venía de casta.

En la original y amplia casa que había construido, transformando una vieja granja de las afueras de París, recibía, con su mujer, Gaby von Humboldt, con generosidad y alegría a los numerosos amigos, así como a los representantes de distintas naciones, haciendo del Clos Grisonne una prolongación cordial de las tareas del día.

Es injusto que la muerte haya truncado toda esta actividad, no sólo por privarnos de la alentadora presencia de Manolo, sino porque ya no podrá realizarse con el mismo énfasis, conocimiento y cariño, lo que él se proponía después de jubilarse.

Con él se pierde, sencillamente, ahora que devuelven los bienes a la Institución Libre de Enseñanza, la persona que hubiera podido, en Madrid, volver a animar la labor cultural iniciada por Giner y por su abuelo, completada y brillantemente desarrollada por su padre y cortada bruscamente por la guerra civil.

Manuel Jiménez Cossío hubiera podido fácilmente dar, como en tiempo de su padre, Alberto Jiménez, una suprema lección de tolerancia y coexistencia entre españoles de todas las tendencias. Con lo aprendido en su juventud, por la experiencia adquirida en su carfera de diplomático internacional y por sus cualidades humanas era, insustituible. Esa labor en España hubiera dado una dimensión más a su vida y una calidad única a la de los posibles beneficiarios. Quizá otras manos y otros intelectos realicen labor análoga, pero ahora nunca llevará la impronta de todo lo que significaban sus dos apellidos: el humanismo y sabiduría de Alberto Jiménez y la ética -estética- de Manuel B. Cossío. Esas cualidades habían cristalizado en la persona del español claro, bueno, sencillo, inteligente, cordial, apuesto y comprensivo que fue en vida y seguirá siendo en nuestra memoria Manuel Jiménez Cossío. Y ahora es una pena indescriptible que tanta perfección no pueda ya transmitirse, por el vivo ejemplo, a otros españoles.

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