"La princesa de Navarra", de Rameau, después de dos siglos
Magnifico espectáculo el del English Bach Festival que dirige en Londres Lina Lalandi. No sólo magnifico, sino acaso el más idóneo para el clima y el ambiente festivalero al conjuntar música, acción y danza desde supuestos de máxima exigencia y hondo interés. Pues lo que la compañía inglesa nos ha propuesto ha sido la resurrección de La princesa de Navarra, de Voltaire y Rameau, no respuesta desde su estreno, hace dos siglos y cuarto, y ofrecida ahora en la capital de Inglaterra, en el Festival de Granada y en Versalles.
La princesa de Navarra, compuesta a instancias de Richelieu, con ocasión de la boda del Delfin, hijo de Luis XV, con la infanta María Teresa de España, es una comedia-ballet, dada en el Palacio de Versalles en la tarde del 23 de febrero de 1745. Significa una de las colaboraciones entre Rameau y Voltaire, junto con El templo de la Gloria, Sansón y una Pandora que no pasó de proyecto. La admiración de Voltaire a «quien había hecho de la música un nuevo arte» fue definitiva. En ocasiones, ante la originalidad de la invención del músico, su colaborador literario llegó a exclamar: «Está loco».Difícil adivinar esas ciertas tumultuosas relaciones al escuchar y ver ese prodigio de gracia, cortesanía, lirismo y orden que es el divertimento sobre La princesa de Navarra. La obra original, de cuatro horas de duración, contenía largos diálogos, pero lo que ha quedado de ella y se conserva en la Biblioteca Nacional de París son sólo las partes cantadas y danzadas, revividas por la troupe del Bach Festival con gran autenticidad, tanto en lo coreográfico (Belinda Quirey y Michael Holmes), como en los figurines, que no son sino reproducción de los originales de Boquet, realizados ahora por Derek West. La misma autenticidad preside también la formación orquestal y el estilo interpretativo de instrumentistas y cantantes. Una personalidad bien competente del mundo musical londinense, me decía en el Patio de Carlos V: «Se trata casi de la verdad ».
Lo meritorio y más de agradecer es que la revivida autenticidad, la casi verdad, nos llega sin el aire arqueologista tan frecuente en estos casos, sin la actitud museal ante herencias dignas de consideración histórica. La actitud ha sido, más bien, la de tomar una música y una danza, un espectáculo total, si ceñido a una época no por ello carente de posibilidades vivas.
Apen as importa la anécdota, cuando la comedia falta, pero recordaremos que se trata de la reconciliación de la princesa de Navarra y de Gastón de Foix o sea, tal anota Claude Samuel, de España y Francia, simbolizadas en los personajes, con lo que el aparente ejercicio estético y cortesano adquiría, en su momento, alguna dimensión política.
Se comprende el triunfo de la obra que abrió a Rameau.de par en par las puertas de la corte. Se comprende menos el olvido, pero de eso ya se quejan los franceses. Nosotros hemos tenido la suerte de enfrentarnos con una sonoridad de época, con la manera de danzar los aires barrocos tal y como se hacía en la corte de Luis XV y con la emoción de una música capaz de dar la razón al teórico Rameau cuando afirma que «la armonía puede despertar en nosotros diferentes pasiones» o cuando establece el principio de la melodía como derivación de la armonía, como algo que se desprende lógico y expresivo: esa cierta melancolía que, sin alcanzar la hondura de Purcell o el dramatismo de los italianos, trasciende la elegancia a regiones superiores de emoción.
El amor, la gracia y la guerra, conducidas por un narrado y apoyadas en la astrología y la adivinanza, juegan en el divertimento de la Princesa de Navarra en un simbolisino que, en lugar de artillería teatral, practica la reverencia. Un grupo de excelentes cantantes, una breve formación de ballet, la pequena orquesta, obedecen la dirección musical de Jean-Claude Malgoire y la coreografía y general de los citados Belinda Quirey y Michael Holmes.
A ellos se debe el montaje de la Segunda. suite, de Bach, con los aires de danza que la componen, bailados con perfecto estilo: zarabanda, giga, bourrés, polonesa, minuetos, badinerie, la sustancia misma que dio nacimiento desde el gesto corporal al gesto sonoro de la música instrumental. No menos belleza alcanzó la «escena» del King Arthur, de Purcell. Entre una y otra obra, escuchamos y vimos la Cantata del café, de Juan Sebastián Bach, una de las partituras que justifican el trabajó de Pirro sobre «Bach, autor cómico», trabajo por cierto que expusiera en una conferencia dada en la Residencia de Estudiantes de Madrid en abril de 1914. Los nombres de Marilyn Hill Smith, Nappier Burrows, Michael Goldthorpe, Richard Jackson, Anny Nory, Christiane Issartel, Yara Lawal, Bruce Brewer y Charles Metcalfe, deben al menos apuntarse como protagonistas musicales de la parte cantada, mientras en lo instrumental, resumimos el aplauso a todos en el concertino John Holloway.
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