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Los jóvenes festivos o la pasión por la cultura

Ángel S. Harguindey

Las formas de festejar al libro son múltiples y multidireccionales. Usted puede asistir con entereza y moderada preocupación a unos grandes almacenes, en donde el político de turno podrá ofrecer, si ello es preciso, su sangre de teniente por una de las últimas plazas coloniales españolas. Si su -ánimo no está para tamaños sobresaltos bélicos puede asistir a una inesa redonda, en donde los políticos de turno -seres, al parecer, absolutamente inevitables- le ofrecerán sus apresuradas y superfluas reflexiones sobre cualquier análisis coyuntural. Con todo en este país existe una de las formas más originales y lúdicas de festejar la letra impresa,en la que,además,no se requiere la presencia de ningún político de turno, sólo hacen falta algunas piedras, algún cóctel molotov, unos sprays y -en los casos más espectaculares- unas ametralladoras. El resto lo ponen los jóvenes festivos. El libro, entonces, se convierte en el tema central de una fiesta en la que la pasión y el optimismo brilla con todo su fulgor.«Más de setecientas librerías cerraron ayer como protesta por los atentados», publicaba la prensa de Barcelona del pasado 30 de noviembre. Tres días antes, la misma prensa dejaba constancia de los atentados reivindicados por los Comandos Adolfo Hiller en Sevilla, Zaragoza, Játiva y Albacete. Los jóvenes festivos, probablemente los únicos jóvenes que tienen la gran ventaja de poder aplicar en la práctica sus convicciones teóricas, manifiestan su profundo sentir anticentralista: los ateritados se realizan p9r toda España, al margen del tamaño de la población. El 12 de noviembre los diarios se hacían eco de una decisión del Tribunal de Orden Público: se dejaba en libertad a los presuntos autores de un atentado contra la librería Rafael Alberti, de Madrid, librería-que, a nuestro juicio, debería ser confinada en algún paraje desértico para evitar nuevos atentados, pues lo cierto es que su cotidiana presencia, con esos escaparates repletos de novedades bibliográficas, es una constante provocación. Hasta la fecha, afortunadamente, no han sido detenidos casi ninguno de sus airados asaltantes, pero en cualquier caso no conviene tentar la suerte, ya que el día menos pensado les cuesta un disgusto con la justicia.

El 16 de noviembre el gobernador civil de Madrid prometía públicamente que los atentados a las librerías terminarían en breve, lo que indudablemente puede ser calificado como un intento de desestabilizar lo establecido, pero el tiempo y la praxis de los jóvenes festivos ha demostrado lo contrario: el pasado 11 de mayo, hace escasos días, la misma librería Alberti volvía a ser ametrallada. Parafraseando a Pratolini, podríamos afirmar que los últimos impactos de bala del escaparate venían a demostrar la constancia de la razón.

La derecha civilizada y la izquierda recalcitrante suelen ver el origen de esta conducta en la ya tópica frase de «muera la inteligencia», pero con ello sólo demuestran su incapacidad analítica. En primer lugar, hay que señalar que una práctica tan continuada y extensa no puede basarse en una frase, s 1 no en algo más complejo y rico de matices. En segundo lugar, hay bastantes libros que demuestran con claridad, no ya la muerte, sino, incluso, la inexistencia de la inteligencia de sus autores, de ahí el que desear la muerte de algo que no siempre existe resulte excesivamente sofisticado. Resultaría más correcto entroncar esta conducta con un concepto del mun

do.con una 1 deología que siente pasión por la cultura hasta e punto de apedrearla, volarla, pintarla o ametrallarla, sublima ciones todas ellas del amor.Si es usted lector, procure no perderse una de las manifestaciones culturales más típicas de esta España pecul lar. As Ísta, si así lo desea. a cuantas mesas redondas o conferencias se convoquen. Esté al tanto de la publicidad de los orandes almacenes, nunca se sabe dónde puede saltar el ofrecimiento mesiánico del líder, pero lo que sería imperdonable es no contemplar en toda su magnificiencia uno de los festejos culturales más representativos de la esencia franquista: el atentado, gesto que la izquierda no acaba de comprender. ¿Se puede pedir algo más? ¿Qué autor no se sentiría realmente importante si se entera que sus libros han provocado tamañas reacciones? Volar o incendiar un escaparate es, en alguna medida, reivindicar la capacidad corrosiva de la letra Impresa, algo que no todos están dispuestos a reivindicar. Por todo ello, y pese a que en mayo del año pasado los amantes de las estadísticas apuntaban el dato de 171 librerías dañadas, rogaría humildemente a nuestras autoridades pertinentes el que no reprimieran con exceso a estos jóvenes festivos. La pasión es duradera, pero tiene un límite y no sea que por encontrar excesivas trabas este país pierda para siempre a una de sus instituciones sociales más significativas. Ray Bradbury intuyó hace tiempo las enormes posi b 11 Idades de una sociedad basada en conceptos similares. No perdamos. pues, este maravilloso lujo que son nuestros jóvenes fascistas festivos: ¡el atentado cultural, para quien lo trabaja!

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