Una grada normal
Ciertos días la grada es el único refugio entre una semana de mierda y la siguiente, que será peor
En unas fotografías del estadio de Wembley de los años cincuenta, con las que me topé hace poco, las gradas estaban a rebosar. Sólo había hombres. En una muestra de elegancia ya desaparecida, todos vestían traje y corbata bajo el abrigo, pues ese día debía hacer frío. Cabe pensar que se trataba de gente de origen humilde, y como consideraban el fútbol una cita importante, acudían con su mejor ropa. Unos llevaban sombrero, otros gorra, unos eran calvos y otros no, aunque lo serían. Muchos sostenían un cigarro entre los labios. Fumaban sin manos. En general, los gestos parecían serios, como en misa. En las fotos no se distinguían brazos levantados, ni aspavientos, ni bocas abiertas, tal vez porque en ese instante no se adivinaba peligro en el terreno de juego, y se atravesaba un intermedio de paz. Podemos deducir que con un gol, o un error arbitral, el ánimo y los ademanes serían distintos. Detenidamente observadas, en esas gradas se intuía algo agazapado, que aguardaba al momento idóneo para estallar.
Después superpuse las gradas de los años cincuenta a las gradas de hoy, y me pareció que entre unas y otras se extendía un desierto de tiempo que había causado mucho deterioro. Se trataba de uno de esos casos en los que el progreso trae consigo el atraso. Aquellas gradas y y las actuales albergaban a generaciones de espectadores muy distintas. Entremedias cambiaron algunos valores, la formación, el grado de sufrimiento, el tipo de esfuerzo, las formas de la felicidad… Es natural que las viejas gradas no se reconozcan en las nuevas, y que los nietos asistan al fútbol de un modo diferente a cómo lo hacían sus abuelos.
Esto no evita que en fútbol algunas cosas nunca cambien. Quizá una sea el placer con el que el espectador, dispuesto a vivir una breve aventura, llega y se sienta en su butaca, con su abono en el bolsillo, y se dispone a avivar la esperanza en su equipo durante noventa minutos. Ciertos días la grada es el único refugio entre una semana de mierda y la siguiente, que será peor. El paraíso no está en la Tierra, sostenía Jules Renard, pero hay fragmentos. El aficionado tiene la sensación de que algunos días encuentra alguno en el estadio.
Pero no nos engañemos. En las gradas también convive el horror, agazapado. Ahora y siempre. Esta semana trascendió que Jesús Tomillero, el árbitro que hace unos meses se declaró homosexual, y que se vio obligado a abandonar el arbitraje por los insultos que recibía, decidió volver a los campos de futbol esta temporada. Es un tipo valiente, que no está dispuesto a dejar de hacer lo que más le gusta así como así. El resultado es que transcurridos los primeros partidos, no sólo le sigue insultando, sino que la policía ha tenido que proporcionarle escolta permanente por las amenazas que recibe. Forma parte de la normalidad del fútbol. Por eso, cuando me hablan de la gente normal, siempre tiemblo.
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