Ingenuos
La ignorancia nos otorga una infalible capacidad para detectar a los verdaderos genios
Cada día estoy más convencido de que los análisis realmente certeros sobre cualquier ámbito de la vida suelen nacer de la más absoluta ingenuidad, también aquellos que tienen que ver con el fútbol. En estos tiempos donde se necesitan un mínimo de tres licenciaturas y seis idiomas para comprender ciertos comentarios que algunos especialistas vierten al público en cada retransmisión, uno se da de golpe con la sencillez aplastante de un pareja que aborrece el fútbol, en este caso la mía, que mientras se pinta las uñas de los pies levanta la cabeza y te pregunta quién es ese rubio canijo que saca de quicio a tanto defensa escocés. “¿Ya no juega Messi?”, insiste en sus dudas para dejar patente su sorpresa ante semejante muestra de poderío y fortalecer mi argumento inicial.
Fue durante los pasados Juegos Olímpicos cuando empecé a tomar conciencia de la infalible capacidad que nos otorga la más absoluta ignorancia para detectar a los verdaderos genios, a los auténticos inmortales, para separar la paja del grano y centrarnos en lo verdaderamente importante: el talento sobrenatural. Uno se sentaba en el sofá de casa para ver unas cuantas rotaciones del concurso de gimnasia artística y al día siguiente, aunque tuviese cita con el proctólogo, no podía hablar de otra cosa que no fuese la increíble actuación de aquella pequeña atleta americana que volaba como si la física fuese una asignatura prescindible y solo importase la religión. Con apenas contemplar su primer ejercicio de suelo comprendimos que el mundo jamás había visto una gimnasta como Simone Biles y de camino a la nevera, a por otra cerveza, nos sorprendíamos tratando de imitar sus elementos de danza mientras tarareábamos el ‘Mais que nada’ de los Black Eyed Peas.
En pleno 2016, con Leo Messi rozando la treintena, todavía sigue habiendo aficionados y periodistas especializados que se empeñan en comparar al argentino con el resto de los mortales. Con absoluto respeto y cierta cautela me atrevo a señalar que se trata de un debate artificial y absolutamente estéril, sin apenas recorrido más allá de la rivalidad asfixiante que suele guiar nuestras opiniones. Este lunes, precisamente, escribía Juan Tallón sobre las verdaderas intenciones de etiquetar a un futbolista, un escritor o un peluquero como el mejor y nos hablaba de la necesidad que sentimos por aclarar con quiénes se alienan nuestras simpatías y antipatías. Es probable que Juan tenga razón, casi siempre la tiene, pero en el caso concreto de Messi sospecho que calla más de lo que cuenta.
Hay una escena de ‘Lawrence de Arabia’ en la que el campamento del Príncipe Faysal es atacado por dos aviones del Imperio Otomano que perpetran una masacre mientras el líder beduino los persigue a caballo, blandiendo su espada. “Maldito necio”, le dice el Coronel Brighton a Lawrence, “no comprende el poder de las bombas y las máquinas”. Es en ese preciso instante cuando, sin ser especialmente cinéfilos, todos comprendemos que el rubio está en la película para vencer a los turcos: la primera impresión nunca falla.
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