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FICCIÓN EN CADENA

‘El verano de los camaleones’ (3): ‘Visión estereoscópica’

Mónica Martín-Grande, guionista de series como 'Compañeros', continúa su relato. Antonio se ve obligado a irse al río con 'Metralla' y sus amigos, algo que detesta

David de las Heras

Debía ser más de medianoche cuando su padre le despertó.

- ¡Arriba! Ya están esos chicos esperándote fuera.

Quiso decir que no quería ir, que no le gustaba el río, ni los cangrejos, ni aquellos chicos que continuaban cada verano, con maestría, la labor que hacían sus compañeros de colegio riéndose de él durante todo el año, pero su cuerpo desobedeció y se incorporó de la cama, haciendo caer al suelo el libro de reptiles con el que se había dormido. El ruido del mazacote sobre la madera terminó de espabilarle y pudo ver, entre los velos del sueño, a su madre asomada a la puerta de la habitación.

- Ponte pantalón largo, no vayas a arañarte con las zarzas.

Y fue el padre el que arañó con la mirada a la madre.

- ¡Vale ya! Tú eres la culpable de que sea así. ¡La vida te da muchas hostias, y a este ya va siendo hora de que le llegue alguna!

Y el camaleón estiró el cuello por una décima de segundo, adoptando una leve posición de ataque. Y Antonio se fijó en cómo le brillaba aún más el color púrpura de la piel. Pero aquello solo duró un momento. Cuando el padre se dirigió hacia ella, el camaleón retrocedió, sumiso, y cerró la puerta con docilidad. Los pasos se alejaron y él se apresuró a vestirse. Con pantalón largo.

Antes de salir oyó a sus padres en la cocina. En realidad solo hablaba él. No hablaba. Gritaba. Blasfemaba contra su madre, contra él, contra las clases de solfeo de Antonio, acusaba al camaleón de todas sus miserias y le escupía su frustración.

Porque su padre cada verano les llevaba al pueblo, les dejaba allí, y volvía semanas después a recogerles. Pero ese año escaseaban el trabajo y las excusas para irse. Y eso le hacía estar enfadado. Más que de costumbre. O quizá como siempre.

La puerta cerrada no le impidió oír un sonido sordo, seguido de un leve quejido, más sordo aún. Le era familiar. Como cuando amasaba arcilla húmeda y le daba con el puño para ablandarla. Le gustaba crear animales imaginarios con barro.

Abrió la puerta y sintió los ojos de su madre clavados en él, a pesar de que estaba de espaldas. Antonio sabía que el camaleón también tenía ese poder. Podía mover sus ojos de forma independiente el uno del otro para conseguir una visión de casi trescientos sesenta grados. Lo había leído en su libro.

No dijo nada. Volvió a cerrar la puerta y salió al porche. Cogió con asco la carnaza que se oreaba junto a las escaleras y que ya empezaba a oler y se reunió con los demás.

Metralla, Santi y una chica a la que no había visto nunca le esperaban fumando lo que quedaba de un cigarrillo y sonriéndole como hienas.

- ¿Quieres?

Lo que quería era salir corriendo y volver a la cocina, pero un fuerte golpe procedente del interior de la casa le hizo cambiar de opinión. Todos miraron hacia el sonido, buscándole una explicación.

- Venga, vámonos. - Y Antonio huyó una vez más.

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