Kraftwerk, presente que fue futuro
La gira de la banda que definió el pop tecnológico recala en el Liceo de Barcelona
Que nadie tome esto como una herejía, pero Kraftwerk es el grupo musical más influyente desde The Beatles. Si el cuarteto de Liverpool escribió el abecé del pop eléctrico, los de Dusseldorf dieron forma al del pop electrónico, convirtiéndose en heraldos de la nueva tecnología aplicada a la música. Compartieron con las vanguardias europeas de comienzos del pasado siglo la visión de un futuro que, para el constructivista El Lissitzky, el futurista Luigi Russolo y el expresionista Fritz Lang, forjaría una sociedad utópica gracias a la unión entre el hombre y la máquina. Solo que para Kraftwerk las máquinas eran un fin en sí mismo. A medida que su estilo evolucionaba, el grupo ha ido pareciéndose más a ellas, no sin un deje de humor, a veces arduo de encontrar en la solemnidad de su discurso. Cuando Ralf Hütter y Florian Schneider comenzaron a trabajar juntos a finales de los sesenta, la electrónica ya era un elemento distintivo en sus composiciones. Conscientes de que la II Guerra Mundial había dejado a Alemania sin música popular, y buscando evitar la influencia del rock & roll, se marcaron el objetivo de crear un sonido propio partiendo de cero. Su obra, al igual que la de otros coetáneos europeos como Giorgio Moroder, Tangerine Dream o Jean-Michel Jarre, no partiría del blues afroamericano sino de la música clásica.
Su romanticismo cibernético rompió con el legado del ‘rock’ en los setenta
Consolidada la que sería su formación clásica con la incorporación de Karl Bartos y Wolfgang Flür, encontraron su voz artística con Autobahn en 1974. Seguían siendo un grupo experimental, pero el single homónimo, un canto de amor a las autopistas alemanas triunfó, ironías de la vida, en Inglaterra y Estados Unidos. Cuatro minutos de calculada monotonía y romanticismo cibernético que se convertían en la respuesta teutona a los himnos surf de los Beach Boys –a quienes lanzan un guiño desde el estribillo-, donde las olas son sustituidas por la línea continua. La melancolía de sus sintetizadores sedujo a Bowie cuando en 1976 buscaba dar un giro drástico. Al citarlos como influencia, hizo que Kraftwerk llegara más rápido y con más fuerza a la generación de artistas surgida poco después del punk. Joy Division integraron el entorno industrial de Manchester a su estado de ánimo, Gary Numan escribió una canción sobre coches, OMD se extasiaron ante el chispazo que produce la electricidad y Human League titularon una de sus primeras piezas “La dignidad del trabajo”. Estos y muchos otros artistas aprendieron a crear mirando hacia el viejo continente, imbuyéndose de sus dilemas entre clasicismo y modernidad. Un efecto que trascendía lo estrictamente musical ya que el sobrio look de Kraftwerk inspiró una imagen donde el minimalismo del traje y la corbata equivalían a la ruptura con la imagen convencional del músico de rock.
Todo ese influjo se consolidó con Radio-Activity (1975), Trans-Europe Express (1977) y The Man-Machine (1978), la trilogía de álbumes que consagraron al cuarteto en su década clave. Kraftwerk se presentaban como humanoides que hablaban de radioactividad y robots. Su música carecía de sexualidad, e incluso cuando cantaban sobre una modelo, celebraban la belleza con la lógica de una computadora. Un periodista los calificó como showroom dummies, término que más que ofenderles –“nuestros baterías no sudan”, se jactaba Flür-, les agradó tanto que lo usaron para titular una canción. Aquellos músicos que se asemejaban a sabios de laboratorio o ingenieros de una planta industrial no solo lo parecían, en realidad lo eran. Pasaban años encerrados en Kling Klang Studio, el santuario donde Hütter ejercita un perfeccionismo que propició que el resto de miembros se marche. Kraftwerk es un ente aislado. No producen a nadie. No remezclan a nadie. No colaboran con nadie, ni siquiera con Michael Jackson cuando este les contactó.
El último álbum relevante que firmaron fue Computer World (1981). A partir de entonces los discos y los directos escasearon. Quizá su presencia resultara menos necesaria cuando su legado comenzaba a detectarse ya no solo en los grupos de pop electrónico sino en otros géneros nacientes. Porque no deja de resultar irónico –una vez más- que la música de unos alemanes paliduchos y gélidos se convirtiera en la semilla transformadora de la música negra. Y esto ocurrió cuando en 1982 Afrika Baambataa y Arthur Baker samplearon “Numbers” y “Trans-Europe Express” para crear “Planet rock”, la piedra fundacional del hip hop. Tanto si hablamos de Moby como de New Order o del techno de Detroit, se puede afirmar que sin Kraftwerk no existiría el genoma de la electrónica contemporánea.
Fiel a su meticulosidad, Hütter ralentizó la producción del grupo durante los ochenta y los noventa. La reactivación llegó con el siglo XXI, y aunque apenas generan música nueva –tan solo el álbum Tour de France (2003), el primero que publicaban en 13 años- sí han dinamizado notablemente su ritmo de giras. Mientras miles de alumnos que posiblemente no sepan quiénes son Kraftwerk trabajan a partir de sus premisas, ellos parecen incapaces de abandonar su propia inercia. A cambio, han hecho del directo el eje actual de su obra, convirtiéndolo en una forma de arte holística donde música e imagen son inseparables. Sus componentes se mantienen casi inmóviles en los conciertos, pero la puesta en escena, que incluye los robots que Hütter considera subalternos, y la imágenes en 3D es deslumbrante. Convertidos en espectáculo que conecta pasado, presente y futuro, visitando fábricas, teatros y museos, Kraftwerk sigue navegando en una era en la cual, el futuro que imaginaron es ya costumbrismo.
Babelia
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