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Alejandro Fernández, mariachis y testosterona en el Teatro Real

El mexicano lleva sus rancheras a un público de celebridades y fans en la gala central de su gira

Alejandro Fernández, en el Teatro Real el pasado miércoles.
Alejandro Fernández, en el Teatro Real el pasado miércoles.Carlos Rosillo

Hay que ostentar una virilidad de macho alfa y un aplomo de dios azteca para enfundarse un traje de charro, calarse un sombrero de medio metro de diámetro, y plantarse a cantar tus penas de amor sobre el escenario del Teatro Real de Madrid como quien se acaba de bajar del caballo, atizarse tres tequilas, y arrancarse a contarle sus cuitas a la parroquia de una cantina de mala muerte.

 Bueno, eso, y un chorro de voz a medias dulce, a medias amarga capaz de clavar al respetable al asiento y hacerle creerse cualquier dicha o desdicha que salga de esa fachada y esa garganta. Todas esas facultades, y alguna otra, exhibió el mexicano Alejandro Fernández el miércoles en la gala central de su gira por España. La noche más hermosa de su carrera, según confesó al auditorio desde el centro del venerable coliseo que, también lo dijo, se moría por pisar aunque fuera una vez en la vida.

Lo que estaba, en realidad, era aterrado. “Me dio un ataque de pánico escénico. Sentía una responsabilidad enorme conmigo, con mi familia, con mi país, con el público. Me encerré en el camerino, me encomendé a Dios, y salí a escena con una losa pesadísima a la espalda. Fue luego, poco a poco, como se me fue quitando ese peso y, al final, disfruté de lo lindo y hasta se me hizo corto”, admitía ayer por la tarde el artista, por teléfono, aún en estado de gracia.

Lo llevaba en volandas su séquito camino de Santander, donde anoche actuó en la campa de La Magdalena, paradigma de los marcos incomparables, que dicen los cursis, pero lejos de la magnificencia y prosopopeya del Real en el imaginario de los cantantes latinos. “En trance”, admitía que estaba todavía Fernández, acostumbrado a llenar estadios en México y Estados Unidos, y el Palacio de los Deportes de Madrid, 10.000 almas sin ir más lejos, el sábado.

Porque sí, sin llegar a la hiperbólica literatura promocional de marras —“acontecimiento histórico, único, irrepetible”, jaleaban los folletos—, la noche del miércoles tenía su punto. Un charro en el Real, lo nunca visto. Bueno, un charro y once mariachis, uno detrás de otro salvando la distancia de seguridad entre las alas de sus respectivos tocados. Y tres vistosísimas coristas-huríes cortando el aire a caderazos y arropando más visual que vocalmente al solista. Y la Orquesta Filarmónica de España en pleno dando esplendor al sonido en el foso. Y el quién es quién de las revistas del corazón glúteo con glúteo en las gradas, invitados por la discográfica para hacer de glamuroso bulto en el CD y el DVD que grababa en directo. Y 500 fans con la entrada ganada en un sorteo confinadas en el gallinero sin osar siquiera gritarle barbaridades al ídolo entre tanta y tan fina luminaria.

Y, sí, por primera vez en el Teatro Real —arrendado por él mismo al efecto—, Alejandro Fernández, El Potrillo, hijo y heredero artístico de Vicente Fernández, el histórico rey de las rancheras de México, desgranando uno a uno más de 30 baladas, boleros y corridos de los de caerse de espaldas.

Algunos, susurrados al oído, como cuentas de rosario. Otros, pregonados a voz en cuello, como muescas en la culata. La mitad, más o menos, con el solista formalísimamente vestido a la antigua, cual novio de tarta de bodas, con levita negra, chaleco y corbata blanca, las piernas muy juntas y la mano sobre el músculo cardiaco, componiendo el escorzo clásico del crooner latino. La otra, embutido en el citado traje de charro que parecía obligarle a mantener las piernas separadas medio metro como recién descabalgado de alguna montura. Todos, sin excepción, ejecutados con ese sempiterno aire de castigador castigado marca de la casa. Con ese desamparo de niño grande. De chulo vulnerable. De macho herido por las señoras a las que perdona retóricamente la vida con su mera presencia. Porque Fernández es, o parece en escena, ese hombre con un enigma dentro que toda mujer desearía, presuntamente, redimir de su tormento. Al menos, según ciertos persistentes suspiros, unas cuantas presentes en la sala.

Alejandro Fernández, 43 años cumplidos, superestrella musical y símbolo sexual en México y toda Latinoamérica, iba para arquitecto. Pero, a los 21 años, papá —fino olfato de zorro viejo— olió el talento en casa, grabó con él un dueto, y ya nunca nada fue lo mismo. Desde entonces, Fernández hijo es tan icono de su país como Fernández padre. Lo constataba Marina, mexicana veinteañera residente en España invitada al concierto. “Le gusta a mi abuela, a mi mamá y a mí. Las suyas son esas canciones que no pueden faltar cuando corre el tequila. Las que tarareas con nostalgia cuando estás lejos de casa. Y luego, mírele, ni muy güero ni muy moreno. Ni demasiado blando ni demasiado duro. Tiene el punto justo para gustarle a todo el mundo”.

Puede que ese reclamo, además de la invitación, tuviera que ver con el apabullante éxito de convocatoria de Fernández entre las celebridades patrias. El ¡Hola! en pleno desfiló por el photocall del evento. Un ecosistema donde, como en todos, rige la ley del más fuerte y los más deseados son los que más de esperar se hacen. Aquello, además de un concurso de a ver quién es más guapo y simpático, fue un crescendo de fama y poder desde el arquitecto Joaquín Torres, pasando por la actriz Lydia Bosch, los Bosé hijo y madre, la aristócrata Eugenia Martínez de Irujo y su excuñada, la mexicana Genoveva Casanova, hasta llegar a la apoteosis de flashes que provocaron Isabel Preysler, Núria González y David Bustamante y Paula Echevarría, a lo que se ve reyes absolutos del género rosa. Al lado, inadvertidos a los focos, pasaban algunas fortunas anónimas paisanas del artista que para sí quisiera más de un famoso.

Ahora, para brillo, el de Alejandro Fernández, entre el lustre de sus zapatos, el de su cutis y el de su pelazo negro petróleo. Tuvo que beber litros de agua para compensar las pérdidas de líquidos que sufrió entre las gotas de sudor, el chorro de voz y el reguero de testosterona que iba dejando a su paso. En el gallinero, Amparo Belmonte, Ampy, secretaria de su club de fans, se abanicaba el escotazo del mantón de Manila que se había plantado de corpiño en homenaje al ídolo. En la platea, Miguel Bosé y su madre, tocada con un canotier de ala ancha visible desde la estratosfera, eran los más animados. No sabían que Fernández tuvo en ellos su faro en la tormenta: “Ver a Miguel y a Lucía disfrutarme dio paz, y me vine arriba”.

El potrillo se hace mayor

Alejandro Fernández (Ciudad de México, 1971) es el hijo pequeño de Vicente Fernández, mítico intérprete de rancheras mexicano. El patriarca bautizó su finca familiar como Los tres potrillos,en honor a sus hijos varones, por lo que Alejandro es conocido artísticamente por ese sobrenombre en Latinoamérica.

Cursó estudios de Arquitectura hasta que, a los 21 años, su padre grabó con él Amor de los dos, un tema de Gilberto Parra con el que alcanzó una fama instantánea e inició una carrera de solista especializado en baladas pop, boleros clásicos y rancheras y corridos mexicanos.

Ha ganado dos Grammy Latinos, ha vendido 20 millones de discos y ha congregado a más de 15 millones de personas en sus conciertos en todo el mundo..

Hoy tengo ganas de ti, Amarte siempre, Procuro olvidarte o Tantita pena son algunos de sus éxitos más conocidos

La gira española de su disco Confidencias continúa con próximas actuaciones el 26 de julio en Los Alcázares (Murcia), el 31 de julio en Sevilla, y el 1 de agosto en Marbella.

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Luz Sánchez-Mellado
Luz Sánchez-Mellado, reportera, entrevistadora y columnista, es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense y publica en EL PAÍS desde estudiante. Autora de ‘Ciudadano Cortés’ y ‘Estereotipas’ (Plaza y Janés), centra su interés en la trastienda de las tendencias sociales, culturales y políticas y el acercamiento a sus protagonistas.

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