La madre de todos los placeres culpables
Es inverosímil, absurda, delirante casi siempre, frívola y vacua. El presidente de Estados Unidos (nada menos) es un pimpollo, su jefe de gabinete es un homosexual amargado e intrigante, su vicepresidenta una ultra-religiosa con menos luces que un apagón, su amante una abogada disfuncional (o quizás no sea abogada) y su mujer una chiflada con arranques de redneck. Y así podíamos seguir hasta el día del juicio final, porque Scandal (Fox, dial 21 de Digital +, y Cuatro) es la serie más descacharrante que ha dado la tele desde los tiempos de Los vigilantes de la playa.
La trama, que sigue a un grupo de fixers (solucionadores de problemas, como Ray Donovan) que se llaman a sí mismo gladiadores con corbata (o algo parecido), comandados por una señora de labios perpetuamente temblorosos llamada Olivia Pope, parece sacada de un mal libro de Dan Brown (reiteración, lo sé). Los actores, empezando por Kerry Washington, la propietaria de los labios antes mencionados, parecen empeñados en pasearse por el fino hilo que separa el desvarío de la hilaridad y los diálogos (uno no sabe si en serio o en broma, o quizás las dos cosas a un tiempo) producen en el observador un serio enrojecimiento facial, seguido de una sonrisa congelada o una –incrédula- carcajada.
Nada en Scandal hace pensar en algo que no sea una turba enfurecida dirigiéndose a los estudios de ABC dispuestos a acabar con la serie de una vez por todas. Sin embargo, no hay mayor placer (culpable) que sentarse a contemplar a esta panda de miserables, rateros, estafadores y emperadores de la manipulación tratando de hacer creíbles unos guiones que merecen ocupar un lugar de lujo en el panteón de la ignominia catódica.
La gran virtud de Scandal es precisamente la perversión de ese lenguaje propio de la política para encajarlo en los goznes del culebrón sin que parezca que es justamente eso lo que te ofrece. Falta entender (misión imposible me temo) si la parodia continua, la ridiculización de los lobbies, la burla (descomunal) a los mecanismos que rigen el país (lo del amaño con las máquinas de votar es sensacional) o la satirización, entendida como la reducción de la alta política al comportamiento del pene del presidente de turno, es algo buscado, voluntario (lo cual sería una absoluta genialidad) o simplemente un hallazgo fortuito. A veces es imposible pensar que Scandal no es más que la prueba viviente de la celebre cita “si no puedes con tu enemigo únete a él”. ¿Cuál es el enemigo de una serie como esta, que pretende jugar en las alturas de Washington DC? El cachondeito. Que alguien la mire y diga: “esto es de risa”. ¿La solución? Abrazar el concepto: que todos se esfuercen por hacer el ridículo de la forma más aguda y sonora posible. Así, sabiendo que en realidad asistimos a la visualización de un circo con leones de peluche, la serie se convierte en una diversión sin fin, donde sólo esperamos la próxima boutade.
Sea o no el caso, Shonda Rhimes ha montado el caballo ganador y no parece dispuesta a bajarse de él. Sin saberlo (o quizás sabiéndolo) ha parido a la madre de todos los placeres culpables, la serie de la que puedes hablar a voz en cuello con tus amigos sin temer que dejen de hablarte. A partir de ahora, cada vez que aparezca el presidente de los Estados Unidos en la sala, uno se preguntará quién será su Olivia Pope. Porque, créanme, de haberlas haylas.
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