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Mi abuelo Miguel

Miguel Delibes, uno de los grandes escritores españoles, mantuvo durante 38 años una profunda amistad con su editor, Josep Vergés. Su abundante correspondencia refleja vivencias, amistades y una época que ya es historia. Un paseo por la vida y la obra de un autor imprescindible contada por un testigo directo, su nieta.

José Manuel Lara, editor de Planeta, lo intentó muchas veces. Le ofreció facilidades, adelantos. Pero no hubo forma de que Miguel Delibes (Valladolid, 1920), mi abuelo, se pasase a su grupo. Por eso, cuando Planeta compró todo Destino, donde él publicaba desde 1948, Lara le dijo con cierta guasa: "Miguel, como no hay forma de conseguirte, he tenido que comprar toda la editorial". Había una poderosa razón para que mi abuelo no abandonase Destino: Josep Vergés, ya fallecido, el hombre que confió en él cuando era un desconocido y al que considera "el único amigo asiduo, sincero y profundo" que hizo en los últimos 50 años. Lo afirma en la carta que pone fin a Miguel Delibes-Josep Vergés. Correspondencia (1948-1986), el libro que recoge su correo durante ese tiempo y que Destino publica el martes.

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Biblioteca Miguel Delibes, en Moratalaz

"José hacía copia de las cartas que me mandaba y guardaba las mías", me dice. "Hace 10 años me las envió para hacer un libro y las desestimé". Pero luego se dio cuenta de que en este epistolario, en el que uno no quería dar y el otro pedía, había algo más que "un enfrentamiento entre un rácano editor catalán y un rácano autor castellano cargado de hijos". Delibes, con siete niños, perdió por uno con Vergés (Palafrugell, Baix Empordà, 1910-Barcelona, 2001) en lo que con humor denominaban la "Liga de los hijos".

En 1944, mi abuelo entró a trabajar como redactor en el diario El Norte de Castilla, para el que ya había hecho caricaturas. Entonces apenas escribía. Fue Ángeles de Castro, su mujer, mi abuela, quien le metió la literatura en la sangre. Sólo ella y sus padres sabían en 1947 que se presentaba al Premio Nadal de la editorial Destino con su primera novela: La sombra del ciprés es alargada. Tenía 27 años. "Estaba en la redacción y cuando vi en la cabina de los teletipos que quedábamos tres voceé: '¡Soy finalista del Nadal!'. El director llamó al café Suizo de Barcelona, donde se reunía el jurado, y me dijo que había ganado. Agarré la bicicleta y me fui a contárselo a tu abuela". Se gastó las quince mil pesetas del premio en tapar agujeros. "Para la colección Áncora y Delfín, El ciprés era demasiado gordo y me sugirieron que suprimiera las primeras 80 páginas. A mí no me pareció mal y lo cortaron. Eran ellos quienes sabían de esas cosas", dice.

Los dos rácanos se conocieron personalmente en Madrid dos años después, pero se escribían desde que se falló el Nadal en enero de 1948. "José, júrame que me votaste", le espetó mi abuelo muchos años después. Había estado erróneamente convencido de lo contrario y el que le hubiera votado demostraba su apoyo desde el principio. Las ventas de La sombra del ciprés es alargada eran ridículas en sus comienzos, pero escribía al editor como si se tratase de un best seller: "Se han vendido 125 ejemplares en Valladolid, cosa poco normal en esta ciudad, que no se distingue por su inquietud literaria". Manuel Pombo Angulo, subdirector de Ya y finalista del Nadal aquel año con Hospital general, difundió la noticia de que su novela estaba agotada y no la de Delibes. Eso le desanimó: "Pombo se portó mal. Con el tiempo dijo en una entrevista que yo era uno de los mejores escritores de posguerra. Le escribí para darle las gracias y le dije que era hora de poner fin a 30 años de silencio. No me contestó".

Ahora reprocha a La sombra del ciprés es alargada su engolamiento y su técnica decimonónica. "Casi mejor no haber hecho nada con 27 años que haber escrito El ciprés", me contestó un día que me quejaba de mi inexperiencia en la vida frente a él, que con esa edad era ganador del Nadal, catedrático de Derecho Mercantil, periodista de El Norte de Castilla y esperaba su segundo hijo. Rechaza también su segundo libro, Aún es de día (1949), y opina que mejoró sensiblemente cuando empezó a escribir como hablaba. En 1950 publicó la que para algunos es su mejor novela, El camino, ambientada en Molledo Portolín (Cantabria), el pueblo de su padre, Adolfo. Necesitado de dinero, escribía lo que podía: cuentos, novelas y crónicas de fútbol que firmaba Miguel Seco y por las que cobraba 150 pesetas.

Se presentó con Mi idolatrado hijo Sisí en 1952 al Premio Planeta. Pero a Vergés no le dio buena espina: "Lara en Barcelona se ha ganado fama de trapisonda e informal, y mucha gente no quiere tratos con él. Sin embargo, es un hecho evidente que los libros que ha publicado tienen una gran venta". No ganó. Dudó si presentarse en 1959 con La hoja roja, pero no lo hizo. Treinta y cinco años después, en 1994, coincidiendo con la concesión de este galardón a Camilo José Cela, afirmó ante la insistencia de un periodista: "En los últimos años me han invitado a concursar varias veces, pero he declinado. Por supuesto, siempre me han garantizado el premio, aunque como no he ido no sé si la garantía era sólida". Lara contestó en una carta en EL PAÍS en la que confirmaba que le había animado a presentarse y añadía: "Ahora bien, eso de que se garantizase la obtención del premio es una mala interpretación de lo dicho por el señor Delibes". Ahí terminó la discusión y hoy mantienen buenas relaciones.

Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1955 con Diario de un cazador, y cada año sacaba un título: Un novelista descubre América, Siestas con viento sur, Diario de un emigrante, La hoja roja... No paraba. "Por las mañanas, clase en la Escuela de Comercio, y por la tarde y por la noche, en la redacción de El Norte. Y a veces los fines de semana tenía que hacer las crónicas de fútbol". Sacaba tiempo también para dar conferencias en Chile, Portugal, Italia... y para hacer reportajes de esos viajes para la revista Destino.

Con el Premio Fundación March em-pezó a construir una casa en Sedano (Burgos), pueblo en el que mi abuela tenía familia y veraneaba antes de casarse, parecida a las que había visto en los Andes. De madera por fuera y de estrechas habitaciones, como camarotes, en su interior. Se les quedó pequeña y el matrimonio pasó a vivir en una cabaña contigua. Y cuando se avecinó la llegada de la tercera generación, la mía, compraron un caserón antiguo del que mi abuela estaba encaprichada: La Casona. En total tres casas en una ladera entre las que nos repartimos ahora los 33 de familia. En Sedano pasa los veranos y caza junto a sus hijos. Antes eran palizas de hasta 30 kilómetros de subidas y bajadas que mi abuelo resistía sin problema, pues siempre ha sido muy deportista, pero ahora ha abandonado esta actividad por completo. Siempre escribía unas notas, una especie de diario de caza que luego ha tomado forma de libros: Las perdices del domingo, Mi último coto, etcétera.

Director de El Norte de Castilla desde 1958, tenía constantes roces con Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo. "La presión oficial, sin dar la cara, es cada día más dura. (...) Ya no hay duda, me buscan a mí. No sé dónde terminaré", le escribió a Vergés, quien también estaba perseguido. "Hoy tenemos en el periódico otro buen lío por el chiste que acompaño. Nos veremos en la cárcel", bromeaba mi abuelo en otra carta. Pero ninguno entró en prisión, y en 1964, cansado, abandonó la dirección del periódico. Se enfrenta también a la censura en sus libros de Demetrio Ramos, la Viejecita. "Van y vienen ministros, mueren cardenales, obispos, se tambalea el régimen, pero la Viejecita permanece atornillada en Barcelona. ¿Qué hay que hacer para demoler a esa pequeña hiena?", le comentaba con ironía Vergés.

"Vergés a veces se equivocaba. Tuvo en el cajón nueve años El príncipe destronado porque no le convencía y cuando lo editó, en 1973, arrasó", cuenta. Un trágico accidente doméstico le hizo plantearse cambiar el final de esta novela aunque no lo hizo. En el verano de 1964, su hijo Adolfo, de cuatro años, derramó el aceite hirviendo de una sartén encima de él y de su hermana Camino, de dos años. Se recuperaron, pero apesadumbrado pensó en modificar el final de la novela y mandar a Quico, el niño protagonista, "con los ángeles".

A los pocos meses de aquel accidente, en el mismo año en que se editaba Viejas historias de Castilla la Vieja, mi abuelo viajó a Estados Unidos para impartir un curso en la Universidad de Maryland. Recuerda que su mujer se convirtió allí en la reina y terminó con la rigidez de los claustros de profesores. "En la Universidad de Maryland tocó las castañuelas y aquello adquirió una temperatura altísima". A su vuelta, cargados de puré Maggi (aquí desconocido), les esperaban en Barajas unas 50 personas entre hijos, hermanos y sobrinos. "A América marchó Colón/ fray Junípero después,/ pero lo que armó el follón / fue La sombra del ciprés...", comentaba su hermano pequeño Manolo en un divertido epigrama.

A su hijo Adolfo, que no terminaba de curarse de las quemaduras, le llevaron a una clínica de cirugía plástica de Barcelona. Allí fueron acogidos con la mayor generosidad por Vergés en su bella casa de Pedralbes, de tres plantas con jardín, piscina y pajarera. "¿Qué voy a decir de ti? Estás tan lejos del editor divulgado por la leyenda negra que sois dos polos opuestos", le escribió. Mi abuelo, sin embargo, no olvida sus discusiones por las erratas. "Resultaba inadmisible que yo quitara en la revisión de las pruebas 10 y ellos pusieran 20 más", se indigna todavía.

En 1966 se publicó Cinco horas con Mario. Confiesa que en un principio Menchu, la protagonista, no era viuda, pero que detestaba tanto que Mario fuese tan honesto que lo mató. Como Mario, también él recibió un porrazo de un agente cuando atravesó en bicicleta el Campo Grande una madrugada, algo prohibido.

A finales de los setenta, mi tío Miguel, investigador de la estación biológica de Doñana, encontró una cría de grajilla en unas ruinas y la llevó a Sedano. La llamaron Morris. No captó la atención de mi abuelo hasta que emplumó. "Quia, quia", le chillaba, y Morris, un pájaro muy sociable que se unía a cualquier bando de aves, acudía al reclamo y se posaba en su hombro. Le tenía maravillado. Pero una mañana no volvió de su paseo matutino. No la olvidó, y once años después la convirtió en la Milana de Los santos inocentes. "¡Quia, quia, Milanaaaa!", la llamaba Paco Rabal en las famosas escenas de la película. Pasaron más animales por La Casona: ginetas, un visón americano, pollos de codorniz, tritones, culebras, unos garduños que aterrorizaban a los vecinos... y más recientemente un buitre envenenado que vomitaba fluorescente y que acabó muriendo. Mención especial merecen los grillos. Su padre, Adolfo, le enseñó a cazarlos en la cuneta metiendo en sus escondites una pajita larga y fina y haciéndoles cosquillas con paciencia. "Voy a meterme los grillos debajo de la gorra como mi padre", dice a veces. Mi primo Diego, de siete años, confía en que el abuelo le enseñe a cogerlos.

Los años se le pasaban sin darse cuenta. Hasta que murió Ángeles, su mujer, su "equilibrio". El 22 de noviembre de 1974 fallecía a los 51 años en una clínica de Madrid. "A mí me ocurre una cosa: me parece que hemos pasado de la juventud a la vejez no en poco tiempo, sino en una noche (en un fundido, como las películas), que ayer todavía estábamos lidiando con Aparicio, la Vieja (el censor), yendo a Barcelona a operar a Adolfo, y, de repente, Ángeles ha hecho mutis y nos ha cambiado la decoración sin enterarnos", le escribía a Vergés. Le habían diagnosticado un tumor en la cabeza y no resistió la operación. Mi abuelo piensa que alguien como ella no podía envejecer. Su tacto para la convivencia, sus originales criterios sobre las cosas, su gusto delicado y su sensibilidad hacían de ella, dice, una mujer diferente.

Pocos meses antes, en 1973, había sido elegido miembro de la Real Academia Española. No estaba muy convencido, pero ella estaba entusiasmada. Cada mañana mi abuela pensaba: "¿Por qué estoy contenta?". Y se contestaba: "¡Ah, sí, la Academia!". Se preocupaba por el discurso, el frac..., pero murió medio año antes del acto de ingreso en el que mi abuelo afirmó: "Soy consciente de que con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo. Objetaréis, tal vez, que al faltarme el punto de referencia mi presencia aquí esta tarde no pasa de ser un acto gratuito, carente de sentido, y así sería si yo no estuviera convencido de que al leer este discurso me estoy plegando a uno de sus más fervientes deseos...". "Vengo pues, así, a rendir público homenaje, precisamente en el aniversario de su nacimiento, a la memoria de la que durante cerca de 30 años fue mi inseparable compañera". Julián Marías tuvo también palabras hermosas para ella en el discurso de respuesta: "Ángeles, esa mujer maternal y niña a la vez, que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir". Vergés colocó una foto del matrimonio en la revista Destino, y mi abuelo, emocionado, se lo agradeció: "Ella tuvo mucha parte en lo que yo haya podido hacer, bueno o malo, y me parece equitativo que en esta hora aparezcamos juntos".

Pero la tarea de vivir continuaba y a sus 54 años mi abuelo tenía que ocuparse de tres hijos, de 12, 14 y 18 años. Su cuarta hija, Elisa, y su marido, Pancho, se fueron a vivir con ellos. Iba a ser sólo por unos meses, pero han pasado ya casi 28 años y siguen juntos, aunque en un dúplex. En una planta, Elisa y Pancho con sus cuatro hijos, y en la otra, mi abuelo. Bullicio arriba y tranquilidad abajo. Por entonces, el editor José Ortega Spottorno le tentó para que dirigiera el diario EL PAÍS, pero no hubo forma. "Aparte del dinero me ofrecían un coto en Madrid y colegio para los niños, pero yo no me veía en la capital. Les dije a mis hijos: 'Mi vanidad ha sido saciada', y todos contentos".

Tras dos años en blanco volvieron los libros: Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo y El disputado voto del señor Cayo. En Extremadura conoció a un Azarías que se orinaba las manos para que no se le agrietasen e impresionado escribió Los santos inocentes. La publicó años más tarde, en 1981, cuando Lara, con un suculento anticipo, le convenció de que escribiese algo para Planeta. El editor abrió el paquete con la obra de apenas cien folios y se quedó petrificado. "Entró en el despacho de Borrás, su segundo de a bordo, y le dijo: ¡Rafael, creo que los santos inocentes hemos sido nosotros!". Fue un libro de alto rendimiento para Lara y para él. En 1982 recibió el Premio Príncipe de Asturias compartido con Gonzalo Torrente Ballester.

Mis primeros recuerdos junto a él son de comienzos de los ochenta. Competíamos los primos para ver quién cogía más judías verdes de su huerta y él como premio nos compraba un polo. Me río pensando lo mal que cantábamos los boleros de Los Panchos (mi abuelo incluido) cuando íbamos en verano a la playa del Sardinero en Santander. He olvidado las reglas del póquer que él me enseñó. Quizá porque como pagaba mis pérdidas no había emoción. Y me vienen a la cabeza mis paseos interminables mirando al suelo porque mi abuelo, cariñosamente, me agarraba de la nuca con tal fuerza que me quedaba inmovilizada. Ya no tenemos huerta y ya no le acompañamos a pescar porque dejó la caña en los ochenta, cuando llenaron los ríos de truchas de piscifactoría. "Míralas, parecen colegialas de uniforme. Todas iguales", comentaba. Pero hay cosas que permanecen. Cada año se celebra un torneo de tenis familiar y nos sigue faltando sentido del ritmo, lo que no nos impide cantar en la entrega de oscars a los mejores del año en Nochebuena o La Marsellesa viendo el Tour. Sí se acabó el jolgorio de la era de Perico y de Miguel Indurain cuando, en el colmo del delirio el primer año de gloria de este último en el Tour, una pancarta en la puerta del jardín rezaba: ¡Sedano con Miguelón!

Vergés vendió su parte de Destino en 1986. Por entonces sus cartas eran ya menos frecuentes. Pasaron a telefonearse y a verse de vez en cuando en Barcelona o Madrid. Le sustituyó Andreu Teixidor, hijo de Joan Teixidor, el otro fundador de la editorial. En 1997, Planeta absorbió del todo Destino, y Teixidor abandonó el año pasado la editorial. A su cargo está ahora Joaquín Palau, a quien acaba de conocer.

Diecisiete años después de la muerte de mi abuela, en 1991, se sintió capaz de rendirle un homenaje literario y escribió Mujer de rojo sobre fondo gris, un libro cuyo título reproduce el de un retrato hecho a su esposa por el pintor Eduardo García Benito. No era Ángeles la que aparecía en la novela, sino Ana..., pero no engañó a ningún crítico: era su historia. De nada sirvió que guardase debajo de la cama el lienzo para despistar. Demasiado evidente.

Mi abuela no estaba para apoyarle en el acto de entrega del Premio Cervantes, y nervioso, con su hijo Miguel cerca con una copia del discurso por si se le quebraba la voz, leyó ante un paraninfo silencioso: "Antes que a conservar la cabeza muchos años, a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo momento frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más", dijo. Ahí estaba el titular "Delibes abandona la literatura". Se armó un gran revuelo. Su amiga Carmen Martín Gaite aseguraba: "Miguel lo dice por coquetería". Escribió después Diario de un jubilado y He dicho, pero el día que terminó de revisar las pruebas de El hereje, libro que le había costado tres largos años de trabajo, le diagnosticaron un cáncer, se operó y no ha vuelto a escribir. Ya no se desdobla en otros seres como el Nini o el Mochuelo como hizo durante 50 años.

Reitera que sólo aspira a sobrevivir. Y así es. Quizá esté mejor de lo que él piensa, pero hace vida de enfermo. Se levanta, desayuna, pasea, contesta cartas, come, ve los partidos más inverosímiles de la parabólica o a las hermanas Williams, lee y cena con los mismos horarios día a día. Tiene entre sus manos Los miserables, de Victor Hugo, e Iris y sus amigos, de John Bayley, pero no tiene empacho en reconocer que sigue los pasos de Carolina de Mónaco.

El año pasado, Vergés murió en Barcelona y él dio el pésame a su viuda e hijos en una sentida carta: "Era para mí ese asidero seguro que todos los hombres buscan y administran como un tesoro, conscientes de que se puede acabar. Nunca olvidaré aquella casa de Pedro II, llena de niños que nos recibían con los brazos abiertos. Me encuentro muy abatido. Le seguiré pronto. De momento me siento como uno de vosotros, incompleto y solo. Os abrazo de corazón".

El libro que muestra la relación epistolar entre Miguel Delibes y Josep Vergés, 'Correspondencia, 1948-1986', está editado por Destino.

El escritor vallisoletano ha fallecido a los 89 años de edadVídeo: A. FRAGUAS / A. FERRERAS / Á. R. DE LA RÚA
El escritor vallisoletano, en un retrato tomado en 1990. Miguel Delibes ha fallecido en Valladolid a los 89 años.
El escritor vallisoletano, en un retrato tomado en 1990. Miguel Delibes ha fallecido en Valladolid a los 89 años.BERNARDO PÉREZ
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