Pakistán, con el agua al cuello
La comunidad internacional asiste con preocupación a la catástrofe que sufre un país con armamento nuclear y sometido a la influencia del radicalismo religioso. EL PAÍS viajó a las localidades devastadas por las inundaciones.
Cuesta imaginar que aquí había medio centenar de casas. Sus muros de adobe desmoronados se confunden con el lodo que han dejado las riadas desatadas desde hace tres semanas en Pakistán . Como miles de pueblos a lo largo del cauce del Indo y sus afluentes, los habitantes de Adam Zai se han refugiado bajo improvisadas tiendas de campaña y toldos de plástico junto a la carretera. Lo han perdido todo: enseres, ganado, cosechas. Solo la confianza en Dios parece sustentar su esperanza ante la lentitud de la respuesta oficial y las ayudas internacionales a la catástrofe. El temor ahora es, que junto a las enfermedades por la falta de agua potable y servicios sanitarios, se extienda también el virus del radicalismo religioso. Los islamistas se están apresurando a ocupar el papel que correspondería al Estado.
Las precipitaciones han superado el récord de 1929. El caudal de los ríos creció hasta límites desconocidos
"No hemos recibido nada del Gobierno ni han venido a interesarse por nuestra situación", asegura Hayi Banaras
EL Programa Mundial de Alimentos de la ONU ha llegado a 800.000 personas. Espera atender a seis millones
En Khyber Pakhtunkhwa, provincia de mayoría pastún, se han producido dos tercios de los muertos
El paisaje es desolador. Campos anegados, pueblos enteros destruidos y abandonados...
La mayoría de los vecinos de Adam Zai ha enviado a sus mujeres y niños pequeños a la capital comarcal
ONG islámicas preparan ollas colectivas para la ruptura del ayuno de Ramadán a la puesta del sol
"No hemos recibido nada del Gobierno ni nadie ha venido a interesarse por nuestra situación", asegura Hayi Banaras Khan, el potentado local, ante los restos de su negocio de compraventa de coches. Adam Zai no está en una de esas zonas remotas de montaña que han quedado aisladas y a las que solo puede accederse por helicóptero. La aldea se encuentra a dos horas de Islamabad, en el camino de Peshawar por la vieja carretera conocida como Grand Trunk Road, uno de los ejes de comunicación del subcontinente indio.
De inmediato, la presencia de la extranjera atrae a un enjambre de hombres que hasta ese momento permanecían tendidos bajo los plásticos, aplanados por el calor y el ayuno de Ramadán. Algunos muestran sus tarjetas de identidad en la esperanza de que se trate de la representante de alguna ONG o de una embajada. Será una escena que se repetirá una y otra vez a lo largo del día. Aunque les desilusione que solo sea una periodista, se ofrecen voluntariosos a mostrar el desastre causado por las inundaciones, que ya han anegado una quinta parte de Pakistán y dejado entre 15 y 20 millones de damnificados, según la ONU.
"El agua superó los tres metros", rememora Monsef, mientras señala la marca que ha dejado sobre uno de los pocos muros que permanecen peligrosamente en pie. Como la mayor parte de los varones de Adam Zai, Monsef se ganaba la vida de jornalero. "Ahora no hay actividad, todo el sistema ha quedado destruido", constata. También la casa que compartía con sus padres, su esposa y los ocho hijos de ambos. Solo queda un montón de tierra y restos de lo que antes fueron puertas y ventanas. Naciones Unidas estima que en todo el país, 6 millones de personas se han quedado sin hogar, y muchos millones más sin electricidad ni agua potable.
La humedad hace que la percepción térmica sea 10 grados superior a los 33 que marca el termómetro. La ropa se pega a la piel y el sudor empaña la visión. Alguien saca un paipay y trata de abanicar a la visitante, pero apenas espanta a las moscas. El aire no se mueve.
Resulta milagroso que en Adam Zai solo hubiera un herido. El primer golpe de las inundaciones dejó 1.600 muertos en el conjunto de las zonas afectadas, y esa cifra aumenta cada día con el goteo de víctimas de la gastroenteritis y otras enfermedades que se están extendiendo a causa de las aguas estancadas y los mosquitos. A Shah Zarin, un hombre de 60 años, le cayó encima el techo de su casa y lleva un collarín.
"Es la primera vez en mi vida que he visto unas lluvias semejantes", declara apoyado en su bastón. "Sucedió de noche; estábamos durmiendo y nos pilló por sorpresa; apenas nos dio tiempo a salir corriendo", recuerda ante el silencio respetuoso del resto de los hombres que solo momentos antes se quitaban la palabra unos a otros. Zarin se muestra convencido de que se trata de un castigo divino. ¿Por qué habría Dios de castigar a las buenas gentes de Adam Zai o a los millones de niños que uno presume inocentes? "Pagamos por los pecados de otros", justifica sin precisar más.
Aunque no dicen nada sobre los motivos del diluvio, los datos del Departamento de Meteorología paquistaní respaldan la memoria del anciano. Las precipitaciones han superado el récord registrado en 1929. Eso aumentó el caudal de los ríos hasta límites desconocidos. El del Indo, la corriente que da la vida y el nombre al subcontinente indio, se ha multiplicado por 40, según la ONU. En la represa de Taunsa, en la provincia de Punjab, el caudal aumentó un 17% por encima de la máxima del último siglo. Y las inundaciones no han terminado. La masa de agua avanza inexorablemente hacia el sur, amenazando las poblaciones del delta en las cercanías de Karachi, la capital financiera.
Nadie pone en duda que la magnitud de la catástrofe hubiera puesto contra las cuerdas a cualquier nación mucho más desarrollada. Aun así, los analistas locales critican la falta de un sistema de alerta temprana en un país en el que son frecuentes las inundaciones durante la estación de lluvias. Sin embargo, el diario más prestigioso de Pakistán, Dawn, aseguraba el viernes en su primera página que el servicio meteorológico ya advirtió de lo que se avecinaba a primera hora de la tarde del pasado 28 de julio, casi 12 horas antes de que las aguas inundaran los principales valles de la provincia de Khyber Pakhtunkhwa (hasta el año pasado conocida como Provincia de la Frontera Noroccidental), la primera en sufrir las riadas y donde se cuentan dos tercios de los muertos.
"La maquinaria del Gobierno puede haber contribuido a la miseria causada por las inundaciones mediante una combinación de falta de preparación, retraso en responder y falta de coordinación", concluía el análisis de Dawn. Observadores locales y extranjeros van más lejos y cambian el "puede haber" por una afirmación rotunda.
Las fotografías del presidente Asif Ali Zardari repartiendo sacos de arroz no han logrado borrar la imagen de desinterés que transmitió su viaje a Europa al inicio de la crisis. Incluso ahora, cuando el Gobierno se ha puesto manos a la obra, los políticos están dando un espectáculo partidista e interesado. El periódico The News se hacía eco el viernes de las acusaciones que atribuyen al primer ministro, Yusuf Reza Gilani, el intento de poner la operación de ayuda en Punjab en manos de sus amigotes, algo que habría motivado el rechazo del Ejército a permitirles el acceso a algunas zonas de esa provincia.
Además, Gilani parece haber cedido a las presiones del presidente y aceptado la formación de un Consejo de Supervisión Nacional de la Gestión del Desastre que no tendrá ninguna competencia sobre la distribución de los fondos de ayuda. Inicialmente Gilani había aceptado una propuesta del jefe de la oposición, Nawaz Sharif, para que ese órgano de coordinación hiciera algo más que "supervisar" y se convirtiera tanto en un garante de la transparencia en el reparto de las ayudas, como en un organismo por encima de las disputas personalistas.
El recelo que suscita el corrupto sistema político local ha contribuido, tanto o más que la crisis económica y la fatiga de los donantes, a la pereza de la comunidad internacional en su respuesta. Y eso que según el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, los afectados por las inundaciones superan a la suma de las víctimas del tsunami del Índico y el terremoto de Cachemira en 2005, el ciclón Nargis en 2007 y el terremoto de Haití de este año. Parece imposible que Pakistán pueda absorber por si solo el enorme coste del desastre.
"Las consecuencias políticas van a ser importantes y muy probablemente terminen con cualquier semblanza de estabilidad que el país haya tenido hasta el momento", confía un diplomático occidental.
Ese riesgo, el de la inestabilidad de un país clave en la lucha de Estados Unidos contra Al Qaeda y otros grupos islamistas radicales, parece haber dado el último empujón a la lenta respuesta internacional a la crisis. La conferencia urgente convocada por la ONU el pasado jueves se hacía eco de nuevos desembolsos, pero aún se estaba lejos de cubrir los 460 millones de dólares que esa organización ha solicitado para la ayuda de emergencia a los damnificados.
"Estas catástrofes refuerzan a los grupos que no quieren las estructuras del Estado", ha advertido el propio Zardari. El presidente se refería sin mencionarlos a los numerosos grupos de islamistas radicales que han florecido en su país desde la época de Zia ul Haq (1978-1988), alentados por el Estado primero y por su ausencia después, y que los medios de comunicación occidentales englobamos bajo la etiqueta de talibanes. "Existe la posibilidad de que las fuerzas negativas exploten la situación", reconocía.
De hecho, ya lo están haciendo. En Khyber Pakhtunkhwa, grupos que usan una interpretación radical del islam como ideología política llegaron antes que el Gobierno a facilitar asistencia. En algunos casos se ha tratado de poco más que agua potable. No importa. Su presencia allí envía el mensaje de que se ocupan de la gente. Y no es algo nuevo en una región cuyos habitantes se han sentido tradicionalmente abandonados por la Administración central y que en los últimos años han sufrido tanto los envites del terrorismo yihadista como las campañas antiterroristas del Ejército.
A ambos lados de la carretera, el paisaje es desolador. Campos anegados, pueblos enteros destruidos y abandonados... Incluso los edificios más robustos que han resistido el embate de las aguas sufren grietas y humedades. En todo el país, poblaciones de hasta 250.000 personas han tenido que ser evacuadas. Solo las colchonetas y mantas puestas a secar al aire indican un intento de volver a la normalidad, pero la tarea es titánica. Sin electricidad, agua corriente o suministros, la gente no sabe por dónde empezar.
La mayoría de los vecinos de Adam Zai ha enviado a sus mujeres y niños pequeños con familiares en la cercana Nowshera, la capital comarcal y una ciudad que desde la época colonial ha crecido en torno a los acuartelamientos militares. Pero en la vivienda de los tíos de Nawab Waqar Yunes, otro jornalero desempleado, se ha salvado una de las habitaciones, cuyas vigas han reforzado con un tronco de árbol. Allí se hacinan una veintena de personas entre mujeres y niños. "Los hombres dormimos fuera", precisa Nawab.
"Tenemos miedo de que la gente nos robe lo poco que nos queda", explica Hazrat Bibi, la mayor del grupo. De ahí que cuando se le pregunta lo que más necesitan en este momento responda que "una casa". La falta de muros exteriores deja a las mujeres expuestas en una sociedad extremadamente patriarcal que espera que sean invisibles. De hecho, cuesta oír su voz. Aunque los hombres nos han franqueado el paso, la costumbre hace que de forma automática respondan por ellas a las preguntas que se les plantean.
¿Cómo se las arreglan para dar de comer a la familia? "Nos ayuda la gente rica de los alrededores", declara la matrona como si se tratara de una obviedad. Sin embargo, un par de kilómetros más adelante, un centenar de hombres en fila indican el reparto de algún tipo de ayuda. Helping Hand, una ONG local, está distribuyendo paquetes de comida del Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA eswfp.org).
La entrega incluye 18 kilos de harina, 2,5 kilos de galletas, aceite para cocinar... "Se trata del paquete estándar del PMA por familia para un mes", explica Mohammed Zulfikar, el encargado de la distribución. Es el quinto día de reparto. "Un equipo de Helping Hand ha recorrido los pueblos vecinos e identificado a 4.400 familias, de las que 3.000 ya han recibido la ayuda", añade. Le menciono la situación de Adam Zai y reconoce que no han llegado a todo el mundo. "Cuando acabemos esta fase, volveremos a buscar más afectados", concluye.
Los hombres presentan un pequeño papel en el que consta su nombre y número de carné de identidad con la firma del agente que se lo ha entregado. Lo hacen con la cabeza gacha. Aunque sea gente humilde, la mayoría tenía suficiente para vivir con lo que cultivaban y algún que otro animal. Las primeras estimaciones hablan de que se han perdido 200.000 cabezas de ganado en todo el país. "Estábamos a punto de recoger la cosecha de manzanas", declara un padre de familia que solo se identifica como Asif. Los pastunes, la etnia mayoritaria en Khyber Pakhtunkhwa, son un pueblo orgulloso. Tener que mendigar la comida resulta humillante.
Más al sur, en la provincia de Punjab, el granero de Pakistán, algunos afectados no tienen tanta paciencia. "La gente está saqueando y robando la comida de los camiones porque están hambrientos y no hay un sistema de ayuda organizado", ha denunciado Jamshaid Dasti, un diputado de Muzaffargarh. "La situación del orden público no es buena y va a empeorar", advertía. Según este parlamentario, miles de personas han tenido que buscar zonas seguras por su cuenta, sin ninguna ayuda.
A pesar de que el agua ha arrastrado muchos puentes y de que sigue lloviendo, el PMA planea distribuir comida a seis millones de paquistaníes durante los próximos tres meses, su mayor operación en la última década. De momento, asegura haber llegado a 800.000 personas, y a un ritmo de 200.000 al día solo habrá alcanzado la mitad de su objetivo a finales de agosto.
De ahí que en lugares como Adam Zai, Sheddu, Pir Pai, Azakbehle o Pabbi mucha gente desconozca sus esfuerzos. Notables locales, como el jeque Zacharia en Pabbi, y ONG islámicas preparan ollas colectivas para la ruptura del ayuno de Ramadán a la puesta del sol. Este mes sagrado del islam es una época proclive a la caridad, pero sobre todo se impone la solidaridad. "En la sociedad pastún hay un importante vínculo de hermandad", justifica Zaher Ahmad, un profesor que asiste como voluntario a las 163 familias que se han refugiado en un colegio superior de Pabbi.
Es el único centro de asistencia dependiente del Gobierno que encontramos en casi doscientos kilómetros de recorrido por el río Kabul, uno de los principales afluentes del Indo. De hecho, solo abrió el miércoles y su gestión parece fruto de la iniciativa del claustro, aunque los profesores evitan cualquier declaración que pueda dejar en mal lugar a las autoridades. La mayoría de los campamentos informales que han surgido en los arcenes de las carreteras de esta zona están atendidos por Ummah Welfare Trust.
Samirullah, el encargado de una de las clínicas de campaña instaladas por esa organización en Nowshera, explica que se trata de un patronato registrado en Reino Unido desde 2001, que no están afiliados a ningún partido político y que se dedican a ayudar a los pobres y las víctimas de las catástrofes en 27 países del mundo, mayoritariamente islámicos según su web (uwt.org). Justo al lado, el cuerpo de ingenieros del Ejército ha instalado varios depósitos de agua, pero Samirullah se desentiende del asunto y no hay ningún militar a quién preguntar. La descoordinación de la ayuda resulta evidente.
En Pabbi, todos los centros escolares se han transformado en refugios de emergencia. En la escuela secundaria femenina, Al Khidmat Foundation (al-khidmatfoundation.org), una ONG asociada con el partido islamista Jamaat-e-Islami y que se declara la mayor y mejor organizada de Pakistán, está a cargo de 1.159 personas, 667 de ellas niños. Shahid Wali Khattak, su entusiasta director, trata de disipar los recelos que los donantes internacionales puedan tener ante la asociación de su país con los fundamentalistas violentos y la corrupción. "El 98% de los paquistaníes no son extremistas y pueden ayudar a la gente en vez de al Gobierno", propone.
Su dispensario cuenta con la ayuda de una ONG de Malaisia, Mercy, que ha enviado médicos ("musulmanes y cristianos", precisa el encargado). A la entrada, la multinacional Procter & Gamble, ha instalado una lavandería con máquinas que se alimentan por generador. Pero incluso en este pequeño oasis que suponen los muros del instituto frente a la precariedad de los campamentos improvisados, la basura se acumula en los rincones y el agua de lluvia estancada en el patio esparce un olor fétido. Las letrinas son insuficientes para tanta gente y no hay duchas. Un hombre se baña en la fuente del patio.
Ahmad, el profesor del Colegio Superior de Pabbi, estima que "el impacto [de las inundaciones] se prolongará durante tres o cuatro años".
¿Qué pasará cuando dentro de un mes empiece el curso escolar? Sugiere, sin mucha convicción, que la mitad de los ocupantes de su centro volverán a sus casas y la otra mitad serán trasladados al cercano campamento de Jelousi, que el año pasado se utilizó para los desplazados de la operación militar contra los talibanes en el valle del Swat. Muchos de ellos se han visto de nuevo expulsados de sus casas por las aguas.
A las terribles consecuencias inmediatas para varios millones de personas se suma el impacto económico a medio plazo para todo el país. Algunos observadores temen que retroceda varias décadas, ya que el desastre sigue a varios años difíciles tanto por catástrofes naturales (terremoto de Cachemira) como por problemas políticos (lucha contra el terrorismo). De momento, los precios de los productos agrícolas se han duplicado y hasta triplicado en algunas zonas. Incluso si, gracias al superávit agrícola que se esperaba para este año, es posible cubrir las necesidades alimentarias, hay que reconstruir puentes y carreteras, líneas de tendido eléctrico, dispensarios y postes de comunicaciones, un desafío formidable para un país que ya antes de las inundaciones carecía de un proyecto claro de futuro y ahora se ha convertido en un gigantesco campamento de desplazados.
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