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LA ZONA FANTASMA

Con nuestros votos imbéciles

Javier Marías

Uno de los mayores peligros de nuestro tiempo es el contagio, al que estamos expuestos más que nunca -en seguida sabemos lo que ocurre en cualquier parte del mundo y podemos copiarlo-, y en unas sociedades en las que, además, nadie tiene el menor reparo en incurrir en el mimetismo. Y a nadie, desde luego, le compensa ser original e imaginativo, porque resulta muy costoso ir contracorriente. Es el nuestro un tiempo pesado y totalitario y abrumador, al que cada vez se hace más difícil oponer resistencia. Y así, las llamadas "tendencias" se convierten a menudo en tiranías.

Una muestra reciente de esta rendición permanente ha sido la aprobación por aplastante mayoría, en el Parlamento Europeo, de la "directiva de retorno" para los inmigrantes ilegales. Es ésta una directiva repugnante, llena de cinismo y falta de escrúpulos, que a muchos europeos -pero ay, no a los bastantes- nos ha hecho sentir vergüenza de pertenecer a este continente. Como si se tratara de una parodia de Chaplin o Lubitsch, el ponente y promotor de dicha directiva ha sido un eurodiputado alemán del Partido Popular Europeo, Manfred Weber, que apareció en televisión muy ufano de su vileza y vestido de tirolés, cuan¬¬do a nadie se le oculta qué clase de gente se viste así, todavía, en su país y en Austria. A este individuo grotesco le han dado la razón y sus votos no sólo sus correligionarios franceses (a las órdenes de Sarkozy), italianos (a las de Berlusconi, Bossi y Fini, notorios e indisimulados racistas), polacos (a las de los nacional-católicos gemelos Kaczynski), españoles (a las de Rajoy y sus flamantes "moderados") y demás, sino también un buen puñado de eurodiputados socialistas, incluidos dieciséis de los diecinueve que España tiene en la Cámara (a las órdenes de Zapatero). Yo no sé con qué cara se atreverán el Gobierno y el PSOE, a partir de ahora, a proclamarse justos y democráticos y humanitarios, puesto que con sus votos propugnan que se "retenga" durante año y medio -año y medio- a un inmigrante ilegal cuyo único delito haya sido entrar clandestinamente en un país europeo huyendo del hambre, la guerra y la desesperación. Y asimismo propugna que los menores puedan ser enviados sin garantías a cualquier país, aunque no sea el suyo de origen. Todos sabemos lo que espera a esos críos: en algún punto del trayecto, una red de traficantes que, con el visto bueno de los europeos, se los llevarán a donde les parezca para utilizarlos como les plazca: esclavos, objetos sexuales, combatientes, donantes involuntarios de órganos. Y esto se producirá mientras los gobernantes europeos, con la mayor hipocresía, dicen preocuparse cada vez más por los riesgos que acechan a nuestros menores.

Durante años se ha hecho la vista gorda con los inmigrantes ilegales. Se los ha explotado como mano de obra barata, casi gratuita, y se ha callado convenientemente que eran necesarios para nuestras economías y para que cubrieran los puestos de trabajo que los europeos -ya muy señoritos- se niegan a cubrir. Queremos que alguien recoja la basura y barra las calles, cuide de nuestros abuelos enfermos y de nuestros niños malcriados y consentidos, ponga los ladrillos de las cien mil construcciones vandálicas que han propiciado la corrupción de los alcaldes y la codicia de los promotores inmobiliarios, se ocupe de las faenas más duras del campo y limpie nuestras alcantarillas. Nosotros no estamos dispuestos a ensuciarnos las manos ni a deslomarnos. Que vengan esos negros, sudacas y moros a servirnos, esos rumanos que no tienen donde caerse muertos y que se prestarán a cualquier cosa, más les vale. Les daremos cuatro cuartos y asunto liquidado. Ahora, sin embargo, nos hemos hecho muy mirados con los cuatro cuartos, porque hay "crisis". Hemos visto que algu¬nos de esos inmigrantes delinquen -como si no delinquieran algunos españoles, italianos, alemanes o franceses de pura cepa- y, contagiados por Berlusconi y sus compinches -los cuales nunca han delinquido, por cierto, no se entiende por qué tienen tantas causas abiertas que los incriminan-, empezamos a pensar que todos esos inmigrantes son unos criminales. Y, como lo pensamos, aprobamos una directiva que los convierta en tales por el mero hecho de existir y haber osado pisar suelo europeo. Se los detendrá hasta año y medio, y sin asistencia judicial, como si fueran presos de ese Guantánamo contra el que los europeos aún nos atrevemos a clamar. Mientras tanto, ese propio Parlamento, quizá en previsión de la próxima escasez de mano de obra foránea y barata, permite también que nuestra jornada laboral alcance las sesenta e incluso las sesenta y cinco horas semanales. Algo nunca visto ni tolerado desde 1917. Y añaden hipócritamente: "según el libre acuerdo entre contratadores y contratados". ¿Libre acuerdo? Todos sabemos también lo que ocurrirá. El empleador le dirá al empleado: "Us¬¬ted trabajará sesenta horas. Si no le gusta, es libre de no aceptar, pero yo no voy a cambiar mis condiciones". ¿Y qué creen que contestará el empleado, en una Europa en la que el empleo es precario y en la que se lleva decenios convenciendo a la gente de que se hipoteque de por vida para comprar un piso de mierda que habrán construido esos negros y sudacas a los que toca detener y expulsar? No me extrañaría que de aquí a poco los europeos tengan que envainarse su señoritismo y que volvamos a verlos barriendo calles, sólo que durante diez horas al día, seis días a la semana. Esta es la repugnante Europa que construimos, con nuestros votos imbéciles.

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